No me ha sido fácil encontrar un título que reflejara lo que me gustaría transmitir con esta reflexión. Finalmente he decidido ser sencillamente, sencilla. Y es que en estos días estoy presenciando y viviendo grandes acontecimientos que me tienen sumida en un vaivén de emociones. La vida misma.
Y así me encuentro entre la tristeza y la alegría. Entre la nostalgia y la esperanza. Entre la confianza y la vulnerabilidad. Y yo que soy por naturaleza emotiva, ahí voy surfeando entre las olas de cada emoción.
Vivencias propias, vividas en primera persona y espectadora de otras que tienen la característica común de no estar ornamentadas por grandes fuegos artificiales, sino que acontecen revestidas de la sencillez y calidez de las lágrimas y las sonrisas. Que hablan del ser de la persona, de esa humanidad a flor de piel.
La paradoja de la vida se presenta estos días confrontando ante mí el dolor y la tristeza por la enfermedad de un niño que se llama Álvaro y que lucha con gran fortaleza por seguir viviendo, con mi alegría y felicidad por la graduación y 18 cumpleaños de uno de mis hijos.
Un choque de trenes entre el sufrimiento de la enfermedad de un hijo y la felicidad de ver cumplir años a otro.
La vida en estado puro: lágrimas y sonrisas. Salud y enfermedad. Dolor y alegría. El sufrimiento y la vulnerabilidad junto a la búsqueda de sentido. Fe.
El límite, nuestra limitación y las zonas de sombra conviviendo con la luz que estamos llamados a ser y la esperanza.
Así el sufrimiento aparece de repente en tu vida, sin llamar a tu puerta y sin ser invitado. Sin poder elegir. Sin poder preferir.
Y nosotros podemos vivir ignorando este hecho, dándole la espalda y creyendo que podemos evitarlo. De hecho ¿a quién no le gustaría poder hacerlo? Pero nuestra naturaleza no miente y ahí está para recordarnos que somos frágiles y limitados y que, por tanto, el sufrimiento es un compañero de camino.
Dos caras de una moneda: felicidad y sufrimiento.
Sin embargo, también hemos recibido el grandísimo don de poder elegir nuestra respuesta personal. Ese concepto tan manido en nuestros días de la libertad entra de lleno en la realidad de nuestra vida para darnos el enorme poder de elegir cómo mirar ese sufrimiento tan mal educado que viene sin ser invitado.
Y ahí es donde la magia acontece. La unión entre nuestra vulnerabilidad y nuestro súper poder de elegir la respuesta. Donde se fusionan el límite con la libertad interior. Una libertad para mirar cara a cara esa cruz. Para levantar la mirada al cielo. Para confiar y para buscar el sentido.
En esa decisión es donde nos podemos convertir en verdaderos guerreros. En los héroes de nuestra vida. Héroes pequeños capaces de grandes cosas.
Pensaba en esa madre y en ese pequeño guerrero y miraba a mi hijo soplando sus velas. Dos madres, dos hijos… unidos en un mismo tiempo. Dolor y felicidad entremezclados.
Ante la enfermedad y el sufrimiento, el mundo te dice que lo rechaces. Que no tiene sentido ni se puede encontrar.
Yo estos días veo cómo a través de las redes y de los grupos de WhatsApp se están organizando cadenas de oración por este niño. Soy testigo de cómo la gente se une por el gran ideal de rezar por la vida de una persona con fe. Cómo unos padres que están sufriendo y soportando el gran dolor de ver a un hijo enfermo tienen una mirada agradecida y confiada ante el futuro. Cómo viven saliendo de sí mismos y cómo trascienden lo que les está pasando. Estos días estoy siendo testigo de algo muy grande: y es de en medio del dolor se abre paso la esperanza y de cómo el sufrimiento toca y transforma muchos corazones.
Y, por otro lado, al mismo tiempo, sin mérito alguno, me encuentro recibiendo el regalo de ver a mi hijo cumplir 18 años y graduarse en ese colegio al que entró con apenas 3 años.
Ver cómo le imponen una banda que aparentemente es un trozo de tela pero que tiene un gran significado. Mirar cómo se ha convertido en un gran joven, camino de la adultez con unos valores que espero nunca pierda y sí, los encarne en su vida, en cada acontecimiento.
Y respiro profundamente. Y me paro para mirar y no solo ver. Saboreando cada minuto y segundo. Con la mirada puesta en cada detalle con la intención de que pueda perdurar en mi memoria.
Llego a casa y cojo el álbum de fotos de sus primeros años y me doy cuenta de que por mucho que me empeñe no controlo nada más que la libertad de decidir vivir con el modo automático puesto o con el manual.
La libertad de poner amor en todo. De ponerme yo en juego. De responder de una manera o de otra.
Y agradecida rezo y doy gracias por el don de la vida, por el don de la maternidad y por el don del día de hoy. Por poder ser testigo. Y con gran esperanza y confianza, sigo rezando por Álvaro, por su curación y por su familia. Y miro al cielo.
Dos hijos, dos madres… unidas por algo más que el tiempo. Unidas en la oración. Sabiendo que existe una esperanza hacia la que caminamos y que incluso en el dolor y la vulnerabilidad nuestra vida tiene un sentido.