De algunos libros de Viktor Frankl (1905-1997) se puede decir que son variaciones de un gran tema: el sentido de la vida. Uno reciente, Asumir lo efímero de la existencia (Herder, 2023), es una reflexión alrededor de la vida y su finitud, en sus gozos y pesares, pues al ser humano, en cualquiera de los escenarios en los que se mueva le es dado sacar el mejor sentido posible. Un sentido que dota de argumento y propósito a la vida llenando de esperanza cada amanecer.
Cada persona no es un momento de una línea de producción que saca productos iguales, predecibles y a granel. Decir que cada ser humano es único e irrepetible no es un mero cliché, es una realidad. Es una exageración pretender “explicar” al prójimo por sus datos biológicos, su condición social, su perfil psicológico. Los análisis clínicos, las terapias, los estudios de mercado, los condicionamientos sociales, las caracterizaciones generacionales (los millennials, los centennials, los de cristal…) dicen bastante de cada uno, pero no agotan quiénes somos. La riqueza de nuestro ser desborda los intentos de atraparnos en una ecuación exacta, no porque seamos impredecibles, sino porque somos libres y nuestra condición espiritual tiene la capacidad de elevarse desde los condicionamientos que la envuelven. De ahí que, decir “te conozco”, no es afirmar “te tengo”; es manifestar que se algo de ti, aun cuando sigas siendo un misterio desvelándose a poquitos en la línea del tiempo.
Recomienda Frankl tener la mente abierta, los ojos despiertos para darse cuenta de las posibilidades concretas de sentido que la vida otorga a nuestra andadura existencial en cualquiera de sus tramos. Un sentido vivenciando de algo o de alguien, es decir, una para qué o para quién que dota de argumento a la existencia humana. Algunas veces, somos nosotros quienes proponemos el proyecto de vida; otras veces, nos acaecen situaciones dolorosas no buscadas. También, estas pendientes de la vida, con sus cuotas de sufrimiento, se alojan en el alma. Son experiencias dolorosas que pueden hundirnos en hoyos de desesperación; pero, también, son pruebas capaces de transfigurar nuestra existencia, abriéndonos a horizontes de comprensión mayores: en estos trances, la luz no está dentro, viene de afuera.
“Vivimos en una sociedad -anota Frankl- en la que no se busca el sentido de la vida, sino el valor de la utilidad” (p. 53). Este utilitarismo forma parte de la cultura en la que nos movemos. Sus expresiones son múltiples: ¿qué gano con esto?, ¿para qué sirve esta asignatura?, ¿en qué me beneficia esta actividad?, ¿cuánto hay?, ¿cómo es? Ser útil, agregar valor, ser empleable, todo nos habla de utilidad. Una sociedad así, pulveriza el sentido de la vida, y divide a los seres humanos en útiles e inútiles. De la inutilidad a la pérdida del sentido de la vida apenas hay un paso, un desolador paso.
Recuerda Frankl, asimismo, que “toda desesperación viene dada en ultima instancia, por una forma de idolatría: por convertir determinado valor en un ídolo” (p.28). Esta idolatría lleva a quitarle sentido a la vida: si no tengo eso, la vida deja de tener sentido. Es lo que se puede apreciar en el personaje Harold Abrahams de la película Carrozas de fuego (1981). Él entrena para ganar en la carrera de los juegos olímpicos de 1924. Pierde una competencia previa y se desanima, decide ya no correr más. Su novia le dice que eso no es el fin del mundo y que puede seguir compitiendo. Harold le contesta que él entrena, no para competir, sino para ganar. Harold convirtió su afán de triunfo en un ídolo y no pudo evitar el derrumbe vital. Su novia, le hace notar que hay puertas que se cierran, pero otras se abren. La vida continúa.
Este libro de Frankl invita, constantemente, a pensar en los caminos de la vida, iluminando las rutinas, transfigurando el sufrimiento y sacándole sonrisas al corazón.