Andrés Amorós es un escritor amable. Disfruto sus escritos. Uno reciente me atrajo a la primera por su título: Filosofía vulgar. La verdad de los refranes (Fórcola, 2023). Un libro para leer sin apuro y detenerse de continuo en el tramado de temas y refranes que Amorós consigue enlazar con la soltura de un maestro. Desfilan un sinfín de refranes, con breves e incisivos comentarios del autor que arrancan reflexiones, respuestas y sonrisas al lector. Los refranes son, ciertamente, sabiduría popular, destilada desde la experiencia del ciudadano de a pie. Refranes que nos recuerdan que en la vida hay de todo como en botica: pócimas que nos devuelven la salud como pócimas que nos pueden matar. Y así podemos decir “a quien madruga Dios ayuda” y, también, que “no por mucho madrugar amanece más temprano”. ¿Un refrán anula al otro? No, ambos dan luces, uno para ser diligentes y el otro para no esperar frutos antes de tiempo.
Por eso Amorós señala que “si de algo no se puede acusar al refranero es de buenismo, de optimismo ingenuo. Todo lo contrario. No es de extrañar. A cualquiera que no cierre los ojos, la experiencia le enseña que el mal existe y que tiene tantas variedades: envidia, ambición, orgullo, codicia, estupidez, mezquindad… En el catecismo aprendíamos la lista de los siete pecados capitales, que puede fácilmente prolongarse. Es difícil calibrar con justeza el inmenso error de Rousseau, al defender que el hombre es bueno por naturaleza y echar la culpa de sus malas acciones a la sociedad que lo corrompe. No es así, no es verdad. Engañarse viendo las cosas de color de rosa no conduce a nada. No caen en esa ingenua simpleza los refranes” (p. 213).
Recuerda, asimismo, Amorós que “la crítica de los excesos y la defensa de la moderación, en todos los terrenos, es uno de los principios básicos de lo que podemos llamar la filosofía de nuestro refranero” (p. 170). El voluntarismo desenfrenado, propio de cierta cultura del éxito contemporánea, tiene mucho que aprender de la mesura de los refranes, que apelan a la humildad y liman la soberbia personal, animándonos a no cantar victoria antes de tiempo y, al mismo tiempo, nos guapean para afrontar las consecuencias de las propias decisiones, dando la cara cuando las papas queman: a lo hecho pecho. Nada de zafar cuerpo.
En los refranes anida el sentido común. Dicen bastante, pero no pretenden decirlo todo, de ahí que entre unos y otros se iluminen para ver el paisaje con mayor amplitud. “El sentido común del refranero -indica Amorós- enlaza lo imposible con lo que no es razonable. Pascal, un verdadero genio, defendía que el corazón tiene sus razones que la razón no comprende. Es verdad, pero también puede serlo lo contrario. No fue sólo un juego de ingenio la réplica de Eugenio d’Ors: La razón tiene sus sentires en que el corazón no palpita. Los dos aciertan: en ese balanceo se mueve todo ser humano (p. 212)”. Efectivamente, ambos aciertan al haber captado las razones del corazón y los sentires de la razón humana.
Para quienes llevamos décadas de años en nuestra narrativa personal, el tema del tiempo, de lo que hicimos o de lo que podríamos haber hecho es un asunto al que le damos vuelta de una u otra manera. Amorós también lo piensa y escribe que “de algunos genios —Cervantes, Shakespeare, Bach, Goya— se suele decir que se adelantaron a su tiempo. Es muy posible. La mayoría de nosotros, en cambio, podemos resumir nuestra biografía con la enumeración —siempre, incompleta— de las cosas a las que hemos llegado tarde. Algo nos consuela un refrán, haciéndonos la ilusión de que hemos acabado remediándolo: Más vale tarde que nunca (p. 177)”. De acuerdo y agregaría que siempre se está a tiempo de dar un buen do de pecho, aun cuando las circunstancias sean adversas.