La providencia: asistencia de Dios a sus criaturas

La providencia divina: un llamado a la colaboración humana en el cuidado de la creación y el bien moral

El Triunfo de la Divina Providencia (Palacio Barberini, obra de Pietro da Cortona)

A la providencia como el “cuidado que Dios tiene de la creación y de sus criaturas” (RAE), Rémi Brague le ha dedicado el libro A cada uno según sus necesidades. Pequeño tratado de economía divino (Encuentro, 2025, Kindle edition). Un libro conciso, claro, sugerente, orientado a considerar la “idea de que Dios, “después” de haber puesto lo creado en el ser, sigue ocupándose de él”. Una visión con las voces de los pensadores clásicos, antiguos y medievales, para dar luz a la idea cristiana de providencia: “Dios da a cada criatura lo que necesita para arreglárselas por sí misma” (p. 6).

Santo Tomás de Aquino, refiriéndose a la providencia, señala que “por un lado, cada criatura recibe de Dios, según su nivel de ser, lo que necesita para alcanzar su bien; por otro lado, cuanto más elevada esté una criatura en esta escala, más debe actuar por sí misma para alcanzar su bien” (p. 19). Es decir, Dios mueve a sus criaturas según su condición: de las causas naturales se siguen actos naturales; de las voluntarias, acciones voluntarias (cfr. p. 109).

Cada ser recibe de Dios “lo que necesita para reconocer su bien, desearlo y realizarlo. (…) Dios da siempre los medios para que cada criatura alcance su propio bien” (p. 19). El mineral, la planta, el ser humano tienen un principio íntimo que los impulsa a conseguir su propio bien. Dios cuenta, en su obrar providente, con la participación del ser humano, constituyéndose como colaborador al servicio de las criaturas. El niño cuenta con la ayuda de sus padres y, en general, todos los seres humanos en tanto que dependientes y vulnerables, requerimos de la ayuda del prójimo. Somos pastores de las criaturas y guardianes del hermano. Nuestros actos pueden favorecer el florecimiento de las criaturas como truncar su plenitud.


Conviene recordar lo que debería ser evidente: “esperar que la providencia divina actúe en nuestro lugar para hacer lo que muy bien podríamos hacer si estuviéramos dispuestos a sudar un poco la camiseta, supone olvidar que las facultades que nos permitirían actuar son ellas mismas un efecto de la providencia” (p. 112). Al respecto, viene a cuento aquel dicho popular: “ayúdate a ti mismo y Dios te ayudará”. Mal haríamos en acusar a la providencia de no haber hecho lo que muy bien podríamos haber hecho nosotros mismos. Dios cuenta con nuestra libertad e inteligencia. No somos una mota de polvo arrojada al aire, ni hombres-masa determinados por las leyes de la historia, ni títeres digitalizados por un Dios déspota, aunque benevolente.

Dios confía en el ser humano lo que es él. “Esta idea -indica Brague- ya se encuentra en Epicteto, que da a lo divino, según la escuela estoica, el nombre propio de Zeus: “No solo te ha constituido [en lo que eres], sino que te ha confiado (episteusen) y entregado en depósito (parakatheteto) a ti mismo (p. 91)”. Hemos recibido vida y agregamos vida. No somos una mera criatura más en el cosmos. En el Salmo II, el orante dice “El Señor me ha dicho: Tú eres mi hijo. Yo te he engendrado hoy”. Con tal alta dignidad, se entiende que “Dios no está al servicio de nuestra comodidad, ni, en general, del bien tal como lo imaginamos. En el caso del hombre, el verdadero bien (…)  es, sobre todo, si no exclusivamente, el bien moral, la santidad. Este bien es el bien del hombre en cuanto es primordialmente persona humana,” (p. 101).

Dios cuida de sus criaturas, cuida a sus hijos en el Hijo. ¿Y también nos cuida cuando llegan los reveses de la vida? En esos trances, ¿dónde está su mano, su Rostro? Quizá, sea el tiempo de la noche de la fe, noche en el huerto de Getsemaní acompañando a Cristo doliente.