San Juan XXIII, en su memorable encíclica Pacem in terris (PT), nos muestra a Jesús, anunciado por los profetas (Is 9,6), como El Príncipe de la Paz (PT 167). En la liturgia resuena el mismo anuncio. “Cristo resucitado, presentándose en medio de sus discípulos, les saludó diciendo: «La paz sea con vosotros. Aleluya». Y los discípulos se gozaron viendo al Señor. Cristo, pues, nos ha traído la paz, nos ha dejado la paz: La paz os dejo, mi paz os doy (Jn 14, 27)” (PT 170). Efectivamente, como transmite el Evangelio, el Hijo Eterno del Padre, Dios mismo que se encarna en Jesucristo, con su enseñanza y su vida nos reveló la no violencia, la reconciliación y el perdón permanentes e incondicionales. Y todo ello, hasta en el mismo momento de ser Crucificado, “Padre, perdónalos…” (Lc 23, 34), cuando entrega su vida para la salvación universal, liberadora e integral.
Siguiendo a Jesús desde El Espíritu, su Iglesia con el Concilio Vaticano II continua esta promoción de la paz y afirma que debe ser “absolutamente prohibida cualquier guerra”, auténtica “esclavitud”. Para ello, prosigue la enseñanza conciliar, se ha de constituir una autoridad mundial de gobierno que establezca la paz, la justicia y los derechos en el mundo. Denuncia las acciones bélicas contra las poblaciones como “un crimen contra Dios y contra la humanidad”. Rechazando esa “plaga tan grave que es la carrera de armamentos y que perjudica a los pobres de forma intolerable”, promoviendo al mismo tiempo un desarme simultaneo mundial (GS 80-82). De ahí que, con todo este magisterio y sus Papas, en Evangelium vitae (EV) San Juan Pablo II reafirme esta esperanza de la paz, oponiéndose a la guerra, a la violencia y ataque a la vida (EV 26, 56).
El mismo Papa santo, en Centesimus annus (CA), clama otra vez el “¡nunca más la guerra!». ¡No, nunca más la guerra!, que destruye la vida de los inocentes, que enseña a matar y trastorna igualmente la vida de los que matan, que deja tras de sí una secuela de rencores y odios, y hace más difícil la justa solución de los mismos problemas que la han provocado. Así como dentro de cada Estado ha llegado finalmente el tiempo en que el sistema de la venganza privada y de la represalia ha sido sustituido por el imperio de la ley, así también es urgente ahora que semejante progreso tenga lugar en la Comunidad internacional. No hay que olvidar tampoco que en la raíz de la guerra hay, en general, reales y graves razones: injusticias sufridas, frustraciones de legítimas aspiraciones, miseria o explotación de grandes masas humanas desesperadas, las cuales no ven la posibilidad objetiva de mejorar sus condiciones por las vías de la paz. Por eso, el otro nombre de la paz es el desarrollo. Igual que existe la responsabilidad colectiva de evitar la guerra, existe también la responsabilidad colectiva de promover el desarrollo. Y así como a nivel interno es posible y obligado construir una economía social que oriente el funcionamiento del mercado hacia el bien común, del mismo modo son necesarias también intervenciones adecuadas a nivel internacional. Por esto hace falta un gran esfuerzo de comprensión recíproca, de conocimiento y sensibilización de las conciencias” (CA 52).
Continuando lo anterior, el Papa Francisco en Fratelli tutti (FT) enseña que “la cuestión es que, a partir del desarrollo de las armas nucleares, químicas y biológicas, y de las enormes y crecientes posibilidades que brindan las nuevas tecnologías, se dio a la guerra un poder destructivo fuera de control que afecta a muchos civiles inocentes. Es verdad que «nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien». Entonces ya no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”. ¡Nunca más la guerra!” (FT 258). En la cita al respecto de este número 258 de FT el Papa explica, por tanto, que ya no es posible mantener la idea de una “guerra justa”; lo cual ya había sido comentado por San Juan Pablo II, que se opone igualmente a “este concepto de guerra justa” (Viaje desde UK a Roma, 2-6-1982).
Aún más, San Juan XXII en PT nos sigue enseñando que no se logrará la paz sin establecer la justicia y los derechos humamos. San Pablo VI, en Populorum progressio (PP), deja claro que una condición indispensable para la paz es el desarrollo (humano e integral) de todos los pueblos (PP 76). Asimismo, en Sollicitudo rei socialis (SRS) San Juan Pablo II comprende la paz como fruto de esa auténtica solidaridad, que promociona el bien común con la opción por los pobres y libera integralmente del pecado, sea personal, social y estructural (SRS 39). En continuación con este magisterio, ya en Evangelii gaudium (EG), Francisco nos hace ver como la equidad con los empobrecidos y con todos los pueblos, transformando de raíz el injusto sistema socioeconómico global e ideologizaciones, es muy necesaria e imprescindible para acabar con esta situación de guerra a nivel mundial (EG 59).
Como nos enseña la Palabra de Dios y recalca el Papa, “la paz «no sólo es ausencia de guerra sino el compromiso incansable —especialmente de aquellos que ocupamos un cargo de más amplia responsabilidad— de reconocer, garantizar y reconstruir concretamente la dignidad tantas veces olvidada o ignorada de hermanos nuestros, para que puedan sentirse los principales protagonistas del destino de su nación». Frecuentemente se ha ofendido a los últimos de la sociedad con generalizaciones injustas. Si a veces los más pobres y los descartados reaccionan con actitudes que parecen antisociales, es importante entender que muchas veces esas reacciones tienen que ver con una historia de menosprecio y de falta de inclusión social.
Como enseñaron los Obispos latinoamericanos, «sólo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. La opción por los pobres debe conducirnos a la amistad con los pobres». Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de un desarrollo humano integral no permiten generar paz. En efecto, «sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad». Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos” (FT 233-235).