En abril de 1963, San Juan XXIII publicó la encíclica social Pacem in terris, cuyo texto gira alrededor de los derechos y deberes humanos. Una encíclica a la que vuelvo con regularidad. La leo a gusto. Hay en ella materia para reflexionar en el fondo, la forma y las circunstancias que acompañan el ejercicio de los derechos y la participación del ciudadano en el espacio público y privado.
Señala el documento que “en toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto (n. 9)”. El magisterio de la Iglesia resalta el núcleo esencial de la condición humana, aquello que le corresponde por ser persona. De esta esencia humana, de su naturaleza dimanan los derechos y deberes que perfilan la dignidad del ser humano. Derechos irrenunciables, dado que no le es dado al ser humano abdicar de su condición de persona. Derecho a la vida, por ejemplo, y deber de conservarla.
La dignidad humana es la fuente del derecho y del deber de orden fundamental, cuyo ejercicio es, tantas veces, fatigoso, ya sea como derecho subjetivo o como deber/obligación para los terceros que han de respetar y dar al otro lo suyo, como para el mismo titular del deber, responsable frente a los otros o a sí mismo. El ejercicio de un derecho o de un deber tiene de gozo y de carga. Cargas gozosas como puede ser dar alimentos y educación a los hijos. O, simplemente cargas, como cuando hay que recordarle judicialmente al progenitor su deber de prestar alimentos a sus hijos.
Recuerda, asimismo, el documento que “la sociedad humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo (n. 36)”.
Hablar de bienes espirituales en nuestro mundo parece pura ingenuidad, sin embargo, no deja de ser un anhelo de los seres humanos conseguir esos bienes que llenen el alma y lleven hacia el florecimiento de lo humano. A pesar la corrupción, de las guerras, de la pobreza y tantísimas carencias, buscamos algo más que el desarrollo económico. La igualdad de oportunidades supone acceso a la educación, a la salud, a mayores capacidades operativas y valorativas. No es un despropósito buscar la vida buena, además del bienestar económico. Hambre de pan y, también, hambre de Dios decía San Juan Pablo II. Es decir, mejorar la satisfacción de las necesidades básicas, no ha de hacernos olvidar la conveniencia de elevar el nivel espiritual de cada ciudadano.
Pacem in terris recuerda un añejo criterio ético muy a cuento para los ánimos encendidos que, a veces, se observa en las discusiones en las redes sociales. Dice: “importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se trate de personas que desconocen por entero la verdad o la conocen sólo a medias en el orden religioso o en el orden de la moral práctica (n. 158)”. En el debate de las ideas y más en el amplio campo de lo opinable (política, economía, cultura), podemos y debemos mantener visiones plurales sobre un mismo asunto. Conservar la cordura y tratar a quien discrepa de nosotros con amabilidad y respeto es todo un reto. Sostener una opinión en oposición a otras es parte del ejercicio de la libertad de expresión. Esta misma libertad nos lleva respetar a quienes sostienen posiciones distintas: el agravio o la injuria personal no se justifican ni en lo más candente del debate. A la persona se le debe respeto y se le deben disculpas cuando, en el ejercicio de la crítica, hemos pasado de la descalificación fundada de las ideas al agravio personal del prójimo.
Consolidar la paz es una meta laudable, aunque no la lleguemos a alcanzar en su plenitud. Uno de los elementos de esta tranquilidad en el orden es el cuidado de los derechos y deberes de la persona, cuyo ejercicio y exigencia es una tarea ineludible.