03 marzo, 2025

Síguenos en

Francisco Bobadilla

Voces

03 marzo, 2025

4 min

La paciencia (y la impaciencia)

Lecciones de San Agustín para el Día a Día

La paciencia (y la impaciencia)

Dice San Agustín que “la paciencia humana, la digna de ser alabada y de llamarse virtud, se hace patente en el buen ánimo con que toleramos los males, para no dejar con mal humor los bienes que nos facilitan conseguir las cosas mejores” (La paciencia. Neblí, 2018, Kindle edition). Una definición sencilla y pacífica, justo lo contrario a lo que vemos y suele pasarnos en el día a día: un semáforo con duración que nos sabe a interminable, la cola que avanza lenta, muy lentamente, una respuesta importante que tarda en llegar, plazos que no se cumplen, problemas interminables e insolubles. Ante estos episodios, saltamos llenos de mal humor, haciendo mala sangre. Ni tolerancia, ni buen humor; si no, simplemente, impaciencia iracunda.

Paciencia para llevar con buen ánimo el bien que tarda en llegar. Resistir en el bien y saber esperar sin deteriorar el sistema nervioso, las uñas o el estómago. Paciencia serena para no avinagrarnos la existencia ni la de quienes nos rodean. El reverso de este lado de la moneda es la figura del impaciente: se salta las filas, atropella lo que encuentre a su paso, reacciona rabiosa y desproporcionadamente ante los males que se le presentan.

La paciencia, la bendita paciencia espera pacíficamente y, también, pone los medios para conseguir el bien que aguarda sin pretender arrebatar los frutos antes de tiempo: prepara el terreno, siembra, cuida, espera. Tomarnos las cosas con calma no nos exime de calcular, prever, cuidar los flancos, diseñar planes alternativos, etc. Ponemos todos los medios disponibles para conseguir el resultado, pero, sabemos, igualmente, que lo buscado está en el futuro cercano o lejano. No está todo en nuestra mano. El futuro no se deja encerrar en una jaula, en una ecuación, en una receta. Esta realidad lo ha sabido recoger muy bien el refranero popular: “el hombre propone y Dios dispone”.

Los males, las cruces llegan. Unos se van pronto, otros tardan en irse; otros, incluso, llegan para quedarse. Es tiempo de fortaleza para asumir, serenamente, estas cargas personales, familiares, sociales. En estos casos, no se trata sólo de tener buen ánimo, es mucho más. Se trata de templar el alma para sobrellevar con garbo el peso de los males. No es disimulo, es grandeza de espíritu. Duele el cuerpo, duele el alma y, así adoloridos, volteamos los ojos al amigo y elevamos nuestro clamor al cielo. El cristiano, además, se sabe sostenido por la comunión de los santos.

Continúa diciendo San Agustín que “esta paciencia nos enseñó el Señor cuando, irritados los siervos por la mezcla de la cizaña, queriéndola arrancar, dio la contestación el paterfamilias: dejad que ambas crezcan hasta la siega. Conviene aguantar con paciencia lo que no se puede suprimir sin violencia [la cursiva es mía]. El mismo Jesús nos presentó y mostró el ejemplo de esa paciencia cuando, antes de su Pasión, toleró los hurtos de su Judas, antes de declararle traidor; y antes de experimentar las cadenas, la cruz y la muerte, no negó el ósculo de paz a los labios falsos de su discípulo (p. 68)”.

Trigo y cizaña crecen en el campo. El Señor dice que hemos de esperar a la siega. Esta parábola nos muestra una realidad a la vista: el mal está ahí, pero no se extirpa a cualquier precio. Y la recomendación de San Agustín la encuentro pertinente para estos tiempos: conviene aguantar con paciencia lo que no se puede suprimir sin violencia. El impaciente, el intemperante, el prepotente quiere acabar con el mal ya, aunque para este fin tenga que utilizar la violencia. Se atribuye el papel de mesías o salvador, un título que no le corresponde a ninguno de los mortales, y todos somos mortales, aunque, a veces, lo olvidemos. En política, impaciencia y violencia, es una combinación perversa.

La paciencia, en su manifestación virtuosa, cuánta concordia conseguiría en nuestro agitado entorno social. Pero -todo hay que decirlo-, “para la paciencia verdadera -anota agudamente San Agustín-, no basta la voluntad humana: ha de ser ayudada e inflamada desde lo alto, porque el Espíritu Santo es su fuego, y si no se enciende con él, para amar el bien impasible, no puede aguantar el mal que padece (p. 79)”. Buena voluntad, desde luego, y, asimismo, apertura a la gracia; de lo contrario, el mal humor, la ira se enseñorean en la convivencia humana.