La doctora María Elisabeth de los Ríos Uriarte, profesora e investigadora de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac de México, ofrece a los lectores de Exaudi su artículo titulado “La mujer en la Iglesia”.
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Para algunos, el sólo título de este artículo les parecerá absurdo y hasta cómico, otros, lo mirarán con recelo por aparecer en un diario nacional informativo y, otros, lo leerán con cierta duda de que quien lo escriba sea precisamente una mujer. Sea como sea, estas líneas pretenden despertar la curiosidad por un tema aún tabú en muchos sectores pero que se desnuda ante la urgente necesidad de atender y escuchar, de reconstruir y de mirar, profunda y lentamente, la realidad que acontece para, luego, denunciar lo que en ella se ha roto -o han roto- y anunciar proféticamente un momento y una mirada nueva.
La mujer en la Iglesia no ha jugado un papel protagónico casi nunca y me refiero a la Iglesia jerárquica y funcionalista porque en la Iglesia como pueblo, la mujer ha sido esa María que sin saber lo que vendría, se atrevió a albergar una vida nueva y, de nueva cuenta, sin entender lo que sucedía, permaneció, de pie, en el dolor más profundo, y a esa prostituta que quedó cautiva de la manera en que Jesús la trató y la reinsertó socialmente, primero como hija de Dios y luego como mujer. Hablo también de esas mujeres que fueron las primeras testigos de que el sepulcro estaba vacío y desde su silencio y asombro percibir que la muerte no había tenido la última palabra.
Visto así, las mujeres han jugado lugares protagónicos en la Iglesia pueblo de Dios. Ha sido la estructura jerárquica y patriarcal la que las ha dejado fuera y replegadas a servicios caritativos de menor visibilidad como la catequesis y las lecturas durante las liturgias. Por eso llama a la atención que uno de los itinerarios pastorales del Papa Francisco haya sido dotar estos lugares de mayor fuerza instituyendo los ministerios laicales pero, además, trayendo a la mesa de diálogo el papel central de las mujeres en la Iglesia.
Desde la carta apostólica “Querida Amazonía”, Francisco hace una alegoría entre el carácter femenino de la Madre Tierra que es fértil y alberga y cuida la vida toda y la mujer que permite el sostenimiento de la vida también en todas sus formas.
La mujer que anima los procesos de fe dentro de una comunidad, que mantiene la unidad y la esencia de la familia, que es rostro de esperanza en medio de las crisis y que lanza siempre a la comprensión sistémica y holística de la vida social, económica, política y eclesial.
Probablemente el rostro de las mujeres en la Iglesia queda desdibujado al no estar en los altares investidas como sacerdotisas, sino en los caminos polvosos de las carreteras rurales entregando alimentos y asistiendo enfermos, en las puertas abiertas de los conventos y de las casas de acogida para personas de la calle, en los albergues de migrantes, en las casas infantiles de niños sin hogar, en los leprosarios, en las casas de recuperación de adicciones en jóvenes, en las pastorales penitenciarias y en los programas de reinserción social. Sus lugares van más allá de la cocina y el cuarto de lavado, son ellas quienes hacen la mano de obra de la Iglesia como templo. Sus desvelos, sus cansancios, sus angustias, sus precariedades, sus motivaciones son tan minúsculas comparadas con una jerarquía que se empeña en mantener los lujos y en sostener la burguesía que pareciera que su trabajo es de menor valía.
Las mujeres en la Iglesia somos quienes la sostenemos en sus suelos y quienes la repensamos en sus torres. Sólo en nuestro territorio latinoamericano, de las misioneras entregadas como Dorothy Stand en territorio amazónico a las teólogas de altura como Dolores Palencia o Ivonne Gebara, hasta las laicas de a pie que no se cansan de proponer y de dar lo más preciado que tienen que es su propio ejemplo y testimonio, las mujeres son la Iglesia y la Iglesia, por eso, tiene rostro de mujer.
Hay que aplaudir procesos como el de la Asamblea Eclesial Latinoamericana que rescatan este papel tan importante de las mujeres y lo dotan de presencia y de actualidad y que abren paso a una nueva mirada de entender que para que seamos Iglesia y una en salida como la que propone el Papa Francisco, las mujeres no pueden ser sólo las secretarias pro bono o las cocineras o las que lavan la ropa en lo seminarios, sino que deben estar tanto a la cabeza como en los pies porque sólo nosotras sabemos mirar aquello que hace falta en el poliedro de un sueño más horizontal y más fraterno.
No se trata de ocupar el papel de los varones ni de ejercer una revolución opresora contra ellos sino de avanzar, juntos y juntas, en esa construcción de redes que hermanan, recuperan y sostienen la esperanza.