Pierre Manent es un reconocido profesor de filosofía del derecho y filosofía política. Ha escrito La ley natural y los derechos humanos (Katz, 2021), un tema abierto al diálogo constante de los investigadores. Manent aborda el tema desde la perspectiva clásica en contrapunto con la visión moderna del derecho. Así, señala que “la idea cristiana, o bíblica, de una humanidad que comienza bajo la ley y que, obediente o desobediente, permanece bajo la ley es reemplazada por la de una humanidad que comienza en una libertad ignorante de toda ley y que, una vez obligada por la necesidad a darse leyes, solo lo hará bajo la condición y con la intención de preservar la integridad de su libertad sin ley: el ciudadano moderno, al ubicarse bajo la ley que ha producido, espera seguir siendo, según la fórmula del Contrato social, «tan libre como antes». En otras palabras, a partir de ahora la ley solo tiene validez o legitimidad si apunta a garantizar los derechos humanos y se limita a esa finalidad” (p. 14). De ahí que la ley, en la modernidad, se oriente a darle carta de ciudadanía a todas las pretensiones que el individuo o los colectivos deseen.
La modernidad, sostiene Manent, concibe a la naturaleza de un modo muy simple, reduciéndola a un contenido biológico mínimo, sin consistencia ni capacidad de orientar una ruta futura de conducta. Esta naturaleza no tiene nada que enseñarnos sobre lo que es el ser humano y, menos, acerca de lo que debe llegar a ser. De este modo, el desarrollo humano se torna libre, indiferenciado: todas las posibilidades de configuración tendrían y tienen cabida. La naturaleza, así entendida, está separada radicalmente de propiamente humano, de tal modo que puede ser construido o deconstruido como se quiera, puesto que no existe una base natural determinante o inspiradora de la biografía humana (cfr. pp. 15-16).
Llegado a este punto, sugiere Manent que “la extensión de los derechos, la apertura de «nuevos derechos», no puede nunca constituir más que la mitad de la tarea de humanización. En efecto, tenemos la obligación de ordenar el mundo común por medio de reglas o de leyes determinantes que deberán derivar de otras fuentes, además de los derechos humanos. La declaración y la promoción de los derechos humanos -afirma Manent- suponen la existencia previa de un mundo humano ya ordenado de acuerdo con reglas o finalidades que no derivan simplemente de los derechos humanos” (p. 56). Es decir, nuestro mundo es, esencialmente, árquico, ordenado. Sin embargo, los iniciadores del movimiento moderno plantearon que ese carácter árquico no era para nada natural, que lo natural era, por el contrario, la anarquía de una condición sin mandato ni obediencia y que, solo a partir de esta condición semejante, se podía construir un mandato justo y una justa obediencia, de tal manera que las leyes se ajustarían a nuestras propias querencias para seguir siendo libres bajo el mandato de la voluntad general (cfr. p. 109).
Manent no renuncia al orden y sostiene que los derechos humanos requieren de una raíz fundante que es la ley natural, la cual se explicita en la vida práctica del ser humano, cuyas acciones exigen “una colaboración y una ponderación entre los tres principales motivos que son lo agradable, lo útil y lo honesto. A este último puede añadirse lo justo y lo noble, que entran en el mismo género. Estos motivos pertenecen al ser humano en cuanto que tal. Ningún ser humano puede evitar ser movido por lo agradable, lo útil y lo honesto (lo justo, lo noble). No tenemos poder sobre la presencia activa en nosotros de estos tres grandes motivos, aun cuando la fuerza de cada uno y su peso relativo, la manera en que afectan nuestras acciones, varían de acuerdo a nuestra naturaleza individual, nuestra educación y, precisamente, la manera en que nos habituamos a actuar” (p. 111).
La introducción de los motivos en la acción humana, según Manent, proporcionaría una comprensión adecuada de la ley natural y de su carácter práctico. Se conseguiría así escapar a “la tiranía de lo explícito y de lo exhaustivo, que es la fatalidad y el flagelo de la filosofía de los derechos humanos, la cual, habiendo abandonado la perspectiva del agente, no puede guiar la acción más que por medio de proposiciones absolutas que no podrían entrar en una deliberación práctica porque, allí donde se ha declarado un derecho humano, no hay nada que deliberar sino solo aplicarlo estrictamente”. En cambio, la comprensión de la ley natural, en su dimensión práctica y atendiendo a los motivos de la acción, excluye una explicación dogmática y despótica, en tanto deja siempre espacio para deliberar y luego elegir (cfr. p. 121). La ley natural, así concebida, es una guía de la acción y no un protocolo rígido, que permite juzgar respecto de los bienes mejores.
Es encomiable el diálogo que Manent realiza entre la perspectiva clásica y la moderna alrededor de la ley natural y los derechos humanos. Introduciendo los motivos en la ley natural, ésta adquiere frescura y pierde la rigidez a la que está expuesta, cuando se la aísla de su escenario natural que es la vida práctica. Sin embargo, me parece que, concebir la ley natural como el conjunto de inclinaciones hacia lo agradable, lo útil y lo honesto, es reductivo e insuficiente. Esta perspectiva aristotélica se queda a mitad de camino y, aunque, le da flexibilidad a la ley natural, no consigue resolver el problema: qué bienes placenteros, útiles u honestos son los que le convienen al ser humano en cuanto tal. La ponderación tiene que estar acompañada del discernimiento del bien inherente a la esencia humana. Es decir, volvemos al principio de la discusión en el sentido de precisar cuáles son esas tendencias y bienes intrínsecos que convienen al florecimiento humano.
Un ensayo muy sugerente del profesor Manent, un tema -el de la naturaleza, la ley natural y los derechos humanos- al que hemos volver muchas veces en el intento de hacer comprensible la condición humana.