“Padre, ¿cree usted en los extraterrestres? ¿Qué consecuencias tendría para la Iglesia el hecho de que existieran? ¿Supondría un descalabro para la fe, se vendría abajo? ¿Qué relación existiría entre Jesús y los extraterrestres? ¿Sería también su Dios? ¿Sería su Salvador?”
La discusión está servida, sin olvidar que en realidad se trata de “Teología Ficción”, pues “el hubiera” no existe. Hasta que no tengamos experiencia de los extraterrestres, todo serán elucubraciones. Pero cabe tener, en líneas generales, una respuesta “prefabricada” por si se ofrece, a la expectativa de que la realidad concreta tiene matices impredecibles, que solo se conocen al tener una experiencia directa de la misma.
En el eventual caso de que tuviéramos algún tipo de contacto con vida extraterrestre, ¿habría alguna advertencia en la Biblia al respecto?, ¿alguna experiencia análoga en la historia del cristianismo? A lo primero hay que responder que la Biblia nada afirma, ni a favor, ni en contra, respecto a la existencia de seres vivos fuera de la tierra. Lo mismo cabe decir del Catecismo de la Iglesia, lugar donde se encuentran compendiadas las verdades de fe. Es decir, no es un artículo de fe, ni forma parte de la revelación afirmar o negar la existencia de seres vivos inteligentes fuera de nuestro mundo. Una persona –como es mi caso- puede ser escéptica al respecto, pero no por motivos de fe, sino por otra clase de argumentos.
Si tuviéramos algún tipo de contacto con vida extraterrestre, ¿habría alguna advertencia en la Biblia al respecto?, ¿alguna experiencia análoga en la historia del cristianismo?
Pienso, sin embargo, que, guardando las distancias, sí ha habido en la historia de la Iglesia una situación análoga al hipotético encuentro con extraterrestres, de la cual podríamos tomar experiencia. Me refiero al descubrimiento de América, que como todo hecho cultural relevante, impactó fuertemente en la teología y en la comprensión de la fe. En efecto, descubrir a una inmensa cantidad de seres humanos, que durante milenios habían estado fuera de todo contacto, y que no podían poseer conocimiento alguno de Jesucristo, llevó a replantearse la doctrina de la necesidad del bautismo para la salvación y a desarrollar la noción del “bautismo de deseo.”
Análogamente, si se descubre vida extraterrestre, habría que dilucidar primero si es inteligente, después si son personas e hijos de Dios; si han sido salvados por Jesucristo o forman parte de otra “economía de salvación”, o son, como sugiere Lewis en la Trilogía de Ramsom, un pueblo que no ha cometido todavía pecado original. Si no son hombres, obviamente Jesucristo no se habría “encarnado” para salvarlos a ellos, pero serían igualmente creaturas de Dios, quizá sus hijos, como nosotros, procediendo esa filiación de otra fuente o realizándose de otro modo. Lo que no cabe duda es que es el único y mismo Dios para todo el universo, cualesquiera sean las creaturas que en él habiten.
Que existan o no extraterrestres no quita ni aumenta nada al inmenso privilegio humano de la “Encarnación”, es decir, el hecho de que el Creador de todo el universo (extraterrestres hipotéticos incluidos) se haya hecho hombre. No anula entonces el plan de salvación, ni clausura la puerta a esa otra realidad, la espiritual. De hecho, por la revelación sabemos que no somos los únicos seres inteligentes, pues existen también los ángeles que, sin ser materiales, poseen inteligencia, voluntad y libertad. No elimina tampoco la promesa de renovación universal escondida en el dogma de “los cielos nuevos y la tierra nueva”, es decir, “la nueva creación” profetizada en la Biblia, particularmente en el Apocalipsis.
La existencia de extraterrestres o, más coloquialmente, “marcianitos”, no quitaría ningún privilegio al hombre y, en todo caso, serviría para aumentar la gloria de Dios, en el sentido de que ha dado origen a un universo inconmensurable, maravilloso, excedido en todas sus dimensiones, con una mayor riqueza de seres inteligentes, para dar cobijo al hombre; manifestando así, en ese exceso, su gloria y majestad. Por ello, el Creador se ha vuelto, en expresión de santa Catalina de Siena, “philocaptus” es decir, ha sido cautivado por amor al hombre, su criatura, su hijo. Y el hombre no dejaría de tener ese lugar, aunque hubiera otra vida inteligente en el universo, manifestación de ello es que Dios mismo se ha hecho uno de nosotros, para toda la eternidad, en Jesús de Nazaret.