La iglesia católica ha tenido una evolución en su comprensión de la vida política de los pueblos. Si bien es cierto que, desde sus orígenes, numerosos aspectos del evangelio han tenido una índole social y una incidencia crítica frente a diversas instancias de poder, es preciso reconocer que una mirada integrativa ha surgido sólo gradualmente.
Gracias a las aportaciones de hombres valientes que han advertido la importancia de cuidar tanto el destino ultraterreno del alma, como la vida digna de la persona aquí en la tierra, la “Doctrina social de la Iglesia” ha emergido, y ha ingresado en el debate social del mundo contemporáneo.
Pienso de inmediato en San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria, Wilhelm Emmanuel von Ketteler o Albert de Mun. Sin ellos, León XIII jamás habría publicado su Encíclica “Rerum novarum”, sobre la cuestión obrera, en 1891.
Dentro del amplio espectro temático de esta Doctrina social, conviene reconocer que la división entre el poder ejecutivo, legislativo y judicial ha sido apreciada por la Iglesia desde el siglo XIX, para evitar así la concentración autoritaria de poder.
Dentro de los varios textos que conviene revisar a este respecto, me gusta recordar uno, escrito por san Juan Pablo II: “León XIII no ignoraba que una sana teoría del Estado era necesaria para asegurar el desarrollo normal de las actividades humanas: las espirituales y las materiales, entrambas indispensables.
Por esto, en un pasaje de la Rerum novarum el Papa presenta la organización de la sociedad estructurada en tres poderes —legislativo, ejecutivo y judicial—, lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia.
Tal ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite.
Es éste el principio del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres. A esta concepción se ha opuesto en tiempos modernos el totalitarismo…” (Centesimus annus, n. 44).
En efecto, la principal razón de la “división de poderes” es evitar que el poder se concentre en una sola instancia. En segundo lugar, al contar con separación auténtica de poderes, existen mecanismos para corregir errores o abusos, lo que refuerza la protección de los derechos fundamentales.
En tercer lugar, gracias a la división de poderes, cada poder del Estado tiene la capacidad de controlar o supervisar a los otros, lo que crea un sistema de vigilancia mutua. En cuarto lugar, la división de poderes fomenta el pluralismo y la inclusión de diferentes puntos de vista en la toma de decisiones.
Y, finalmente, al mantener un sistema de contrapesos, se asegura una mayor estabilidad política, evitando que un solo grupo pueda imponer su voluntad sin límites. En resumen, la división de poderes es crucial para garantizar un Estado democrático de Derecho, porque preserva el equilibrio entre las instituciones, protege los derechos de las personas y asegura que el poder no se ejerza de manera arbitraria o abusiva.
Por supuesto, todo esto requiere que cada poder preserve su naturaleza específica y vele por su independencia. Esta es la vía para que el pensamiento único no se imponga y la legítima pluralidad de nuestras sociedades sea auténticamente protegida.