El sentido de la filiación divina alimenta la vida contemplativa y esta a su vez lo refuerza. La vida contemplativa nos lleva a descubrir, a reconocer y entender la presencia de Dios en la creación – como autor – y en nuestra historia personal. Distinguir ese quid divino en el mundo que es hechura de Dios, es para quererlo, no solamente desde el punto de vista declarativo o como un mero desiderátum, sino procurando alinearlo – con nuestras buenas obras y trabajo – a la voluntad y los planes de Dios. Pero ajustarlo a los “estándares” divinos implica que los actos se ejecuten con rectitud de intención, con el mejor máximo buen talante posible y, con la expertise acabada conforme a los talentos y habilidades.
A Dios lo descubrimos y “sentimos” en el mundo, en las cosas. Su presencia permea e inunda todo, así no se palpe a primera instancia. También está presente en el “otro”, en los “otros”, que son criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios; por tanto, además del respeto y veneración que nos avocan, la comprensión, la solidaridad, la corrección fraterna, el perdón, la caridad…etc., son actitudes que emergen precisamente de ver el mundo con los ojos de Jesús. En suma, corresponde al cristiano, tocar el presente con las manos de Cristo; acoger el pasado con su corazón misericordioso; y, percibir el futuro con la mirada paciente e ilusionada de Cristo.
En resumen, la contemplación vendría a ser un acto de reconocimiento y agradecimiento de la exterioridad de Dios: su creación y sus obras. Mientras que el sentido de la filiación divina sería como besar su interioridad, tomando conciencia – y correspondiendo – de que Dios nos ama específicamente como Padre. Sin duda, el sentido de la filiación divina presupone un vínculo que supera con creces la relación de amistad, de fiel, de siervo, etc., es más profunda, es una realidad que se asienta en el orden del ser. Ser hijo es formar parte, conformarnos a su naturaleza divina.
Ese amor paternal vinculante por expreso querer de Dios, nos asegura y perfila una genealogía, un origen y un destino. Al mismo tiempo, en este valle de lágrimas, la filiación divina da un tono íntimo, filial, confiado a la oración, crea en el alma una actitud alegre, optimista, audaz, capaz de enfrentarse con empresas y tareas sin dejarse amilanar ante eventuales sinsabores y dificultades, ni sucumbir ante los ajetreos y preocupaciones. ¿Cómo Padre qué quiere Dios? Que “vivamos en su casa – en medio del este mundo – que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo” (San Josemaría). En su casa, Dios habla de continuo en mil pequeños detalles de cada día. ¿Por qué no habla de grandes temas o encomienda asuntos de envergadura? Será porque somos sus hijos pequeños y no quiere de suyo nuestras hazañas, ni grandes épicas… quiere nuestro corazón.
Un niño pide a su padre que le compre un muñeco que lo venden en el centro de la ciudad, además se lo anuncia un día antes de navidad. Su casa esta distante. Que el padre se lo compre en ese preciso momento, podemos dudarlo e incluso podemos entender su negativa. Sin embargo, lo que no está en discusión es la audacia, la confianza y la seguridad del niño de que lo que van a escuchar y, si insistiera lograría persuadir a su padre para ir juntos a comprarlo. Moraleja, ese niño se sabe plenamente hijo.
Un niño de cuatro años se acerca a su padre y le entrega una hoja con un dibujo: – “aquí estamos los dos”. El buen hombre toma la hoja, la mira, le da vueltas, la coloca a distancia, a contraluz… en ese garabato – líneas cruzadas sin armonía – quería encontrar un algo que refuerce que ambos están juntos. El niño con su mirada ha seguido todos sus movimientos. El padre advierte la composición del momento. Deja la hoja, toma al niño y lo estrecha fuertemente contra su pecho. Él niño quería estar con su padre y no obtener un premio por el dibujo. Moraleja, el padre quiere al hijo por quién es y no por lo que hace.