Recuerdo que un catedrático muy reputado, en el otoño de su vida, quiso tener una experiencia como docente escolar. Al cabo de los primeros meses manifestó su desazón: “No llego a los alumnos”. Luego de escuchar los consejos, regresó ilusionado a su quehacer. A mitad de año, el desgobierno en el aula y la no empatía con sus alumnos lo llevó con más vehemencia a solicitar ayuda. Su buena disposición lo hacía dócil, pero por allí no pasaba el problema. La causa de su sinsabor radicaba en su esquema docente. Estaba acostumbrado a que sus alumnos valoraran principalmente sus conocimientos independientemente de su modo de ser. Nunca comprendió que en un colegio lo que el alumno aprende pasa por la persona del profesor. La empatía, la cercanía afectiva son inductores para el aprendizaje.
La educación, a través de sus planes y procesos, tiene como meta al educando en tanto persona. Las tendencias predican las coincidencias; pero las diferencias obligan al trato personal como estrategia para contribuir a formalizar las relaciones personales inéditas que establece el alumno con el proyecto educativo propuesto por la escuela, ya sea a través de su ideario o de los contenidos curriculares. De hecho, toda acción educativa tiene la virtud de modificar al educando. Pero para que ese cambio sea significativo en la biografía del alumno, es menester procurar su participación y deliberada, ya que de otro modo no revestiría carácter definitivo.
Conseguir que el niño o joven sea protagonista de su desarrollo no es fácil. Pero sería más difícil y oneroso si no mediara el trato personal. Y cuando se habla de trato personal se está bien lejos de presentarlo como una suerte de interrelación gravosa o demandante, que sustrae al profesor del cumplimiento de otros deberes y obligaciones. Es que el trato personal tiene que enmarcarse en la ordinaria relación que se establece entre el docente y el educando.
En primer lugar, habría que decir que la disposición y la confianza del alumno hacia el docente no representan una cima que hay que conquistar. Simplemente se da. En segundo lugar, los roles y funciones están debidamente perfilados, razón por la cual, el alumno se hace cargo de lo que el docente espera de él; y, en tercer lugar, la relación se establece entre dos personas ubicadas en diferentes estadios de madurez y experiencia, lo que permite, entre otras cosas, que la valoración de lo que se comunica esté estrechamente vinculada a ‘quien’ la hace. Dicho de otra manera, el alumno reconoce autoridad en el profesor en virtud de lo cual lo que éste dice, aunque breve, constituye para aquél algo importante. Por tanto, la eficacia del trato personal radica en la palabra y en la ejemplaridad del profesor. Esta autoridad que tiene de suyo el maestro, tiene que acrecentarla con obras y siendo consecuente. De lo contrario, el acercamiento al alumno no pasaría de ser una mera relación formal. Yo-ello, diría Buber.
La palabra es fundamental para intentar educar la interioridad del alumno. El contacto o trato con la interioridad exige respeto, que es una actitud educativa básica por parte del educador. Además, reclama de encuentros, momentos o espacios, cuya atmósfera facilite que efectivamente el alumno descorra el cerrojo de su mundo interior. Conviene aprovechar con diligencia, en la atractiva gesta de construir un ambiente educativo, los momentos no dedicados al dictado de clase para ‘estar-presentes’ y cercanos a los alumnos, que es la vía más directa para ‘encontrarse’ con su mundo personal, que es en rigor lo que se educa.
La autoridad no es solo dominio de la materia y conducción eficaz del grupo. Es también referente, significación y relación. En filosofía, relación alude a dos principios: objetivos y orden; de tal suerte que una relación sin un orden y sin objetivo no es tal. En educación uno muestra el otro observa; uno enseña y el otro aprende; siempre hay alguien que toma la iniciativa para ofrecer un norte. En esta suerte de combinación dual el objeto reside en que ‘alguien’ ayuda a activar las potencias de otro ‘alguien’. Pero actuarlas requiere de un orden explícito y específico, sin esta condición la relación no sería educativa.