Recuerdo un partido de fútbol en el que se definía el primer puesto. Los jugadores de 12 años, apuraron una justa emocionante e intensa en pos de alzarse con la victoria que es esquiva para un equipo y corona para el otro. Finalizado el partido, llamó mi atención el marcado contraste en las expresiones de los niños. Entre los perdedores, la tristeza se apodero de sus rostros, las lágrimas corrían sin rubor por sus mejillas, las miradas clavadas en el piso contenían rabia y frustración. Los papás se desvivían en consolarlos sin éxito: sus hijos abstraídos rumiaban el sabor agrio de la derrota. Mientras que los vencedores expresaban radiantes – sin límites ni formas- su triunfo. Los gritos, los abrazos y los saltos entrelazados direccionaban la imaginación hacia un escenario irreal: la final de un mundial.
¿Por qué la desbocada reacción de esos niños? ¿Es solo cuando pierden o ganan en el fútbol? ¿Qué tramo de la educación descuidamos los padres y los maestros? ¿En el orden y en la jerarquía de los bienes a alcanzar? ¿En la formación de un carácter débil a fuerza de conceder, dar y aprobar sin criterios ni límites? La escuela y la familia comparten roles estelares en la gran tarea de encauzar la afectividad de los niños y jóvenes.
¿Qué debe procurar evitar la escuela? La blandura en la didáctica, que no es otra cosa que desterrar la idea de que en la enseñanza debe primar el entretenimiento, que el niño ‘la pase bien’ en el aula. Objetivo que se consigue – no sin el desgaste del docente – con imágenes multicolores, con contenidos que demanden un trabajo intelectual exiguo, consintiendo disrupciones para evitar las ‘malas caras’ y poniendo al voto las actividades a realizarse. El sentido común nos advierte que la actividad intelectual – acondicionada a la edad del alumno – es atractivamente exigente, requiere de unas condiciones mínimas para su ejercicio y de una didáctica que lo estimule. Aprender demanda esfuerzo, estudio y trabajo constante y tesonero. Pero si al alumno se le hace creer que puede aprender sorteando esos hábitos, la frustración o la ira se incubarán en él ante un desaprobado. El volver a la pedagogía del esfuerzo debe ser una victoria que las escuelas le arrebaten a quienes pretenden medrar con la formación de meros consumidores.
Por su parte ¿Qué deben evitar los padres? Ser permisivos. Tener en claro que el hijo no es quien gobierna en la casa. Cuando mucho se le consiente, aprenderá que solo tiene derechos y no deberes. Si no se le pone límites y los padres intentan resolver por él sus tareas y obligaciones ¿cómo se le forma en la responsabilidad y en honrar sus compromisos? Si no se le enseña que el esfuerzo es necesario para conseguir las metas, se le deja librado a su suerte cuando fracasa. Cuando se es permisivo, el hijo no podrá distinguir entre lo bueno y lo malo: todo tendrá el mismo valor. Si todo vale igual, qué difícil es poder elegir, cuando esto ocurre de algún modo los padres son causantes de esa incapacidad para decidir.
Finalmente, tanto la blandura didáctica como el permisivismo en el hogar no promueven el dominio de sí mismo, ni el adecuado ejercicio de la libertad, más bien son proclives a estimular el desborde emocional del niño… sea que gane o pierda su equipo.