La promesa ilustrada de iluminar a la humanidad sólo con las luces de una razón científica poseedora de la verdad y capaz de proveer felicidad y autonomía, a perpetuidad, en un mundo sin Dios ha fracasado. Las grandes cuestiones sobre el sentido de la existencia, tachadas de irrelevantes, siguen hambrientas de un conocimiento acompañado de sabiduría. En la película “La última sesión de Freud”, dos mentes brillantes del siglo XX, el escritor C.S. Lewis y el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, se adentran en los misterios de la vida humana y ofrecen un ejemplo de cómo se pueden debatir asuntos de calado desde posiciones radicalmente distintas sin que la discrepancia resulte ofensiva.
En vísperas de la II Guerra Mundial, Sigmund Freud (Anthony Hopkins), exiliado por el nazismo en Inglaterra y próximo a la muerte por un cáncer bucal, invita al icónico escritor C.S. Lewis (Matthew Goode) — considerado el “apóstol” de los escépticos — a una larga conversación filosófica sobre la existencia de Dios, la insuficiencia de la razón científica para guiar la vida humana, el sentido del sufrimiento, el amor, la sexualidad y el misterio de la muerte. El cineasta británico, Matt Brown, recrea en su película La última sesión de Freud un duelo dialéctico ficticio entre dos de los personajes más importantes del siglo XX. Parece que en la auténtica agenda de Freud figuraba, unos días antes de morir, un encuentro con un joven profesor de Oxford, pero en ningún momento se llegó a probar que fuera C.S. Lewis y tampoco hay constancia de que existiera entre ellos una relación personal.
El director que inspira su película en la obra The Question of God[1] de Armand Nicholi pone el foco de esta trama en la diferencia de las creencias de ambos. Pero, también en dos vidas célebres que no fueron perfectas ni discurrieron por sendas fáciles, sino que estuvieron marcadas desde la infancia por las pérdidas familiares y el sufrimiento.
El autor de la teoría psicoanalítica que revolucionó los estudios sobre la mente humana y la imposibilidad de conocernos completamente por la existencia del subconsciente alardeaba de ser ateo. En su infancia, sufrió los continuos castigos de su padre y, en su madurez, perdió una hija y a su nieta de cinco años, víctima de la gripe. Por su parte, Clive Staples Lewis, conocido como C.S. Lewis y autor de Las crónicas de Narnia, se alejó del cristianismo, tras la muerte de su madre, y volvió a convertirse tras las lecturas de Phantastes, de George MacDonald, El hombre eterno, de G. K. Chesterton, y, especialmente, de los Evangelios. “Nunca tuve la experiencia de buscar a Dios. El fue el cazador y yo el venado”, afirma Lewis en una de las escenas más bellas de la película. Tras su nuevo despertar espiritual, el escritor publica El regreso del Peregrino, una sátira de la filosofía contemporánea que marca el arranque de este imaginario encuentro en la ficción cinematográfica.
El deseo de que Dios no exista
En el film, los dos personajes mantienen diferencias radicales en la visión del mundo que cada uno posee. Precisamente, esas posiciones opuestas sirven al cineasta para explorar los pensamientos que los hicieron célebres, a la vez que ahonda en aspectos personales de sus vidas.
El diálogo desborda profundidad e inteligencia y el contexto bélico lo enriquece al abrirlo a cuestiones como la condición autodestructiva del hombre, el papel de Hitler, y la responsabilidad sobre el sufrimiento que sirven para introducir una extensa conversación sobre Dios y la razón científica. Freud defiende su conocida tesis de que la religión es una neurosis obsesiva de la humanidad que amenaza la libertad, la verdad y la felicidad de los seres adultos. Sostiene que creer en Dios es incompatible con la razón científica y cuestiona su existencia en la inacción ante el sufrimiento humano. “¿Estos son los maravillosos planes de Dios?”, pregunta a Lewis, mientras la radio difunde noticias sobre la inminencia de una segunda Gran Guerra. “Su Creador no existe. Yo creo en la ciencia y la autoridad de la razón”, sentencia.
Por su parte, C.S. Lewis afea la contradicción de Freud que se proclama ateo, mientras las estanterías y la mesa de la consulta están repletas de deidades. “Quienes creemos en Dios no somos necios, ni infantiles ni neuróticos […] El deseo de que Dios no exista no tiene por qué ser más poderoso que la fe […] ¿Por qué la religión se abre a la ciencia y, sin embargo, ésta no se abre a la fe?”. El profesor defiende que, sin la donación del libre albedrío, la humanidad sería “un baile de máscaras” y vincula el sufrimiento con las elecciones egoístas en el uso de nuestra libertad. Lewis logra arrinconar al legendario psicoanalista con abundantes hechos sobre el fracaso de una razón cientificista que no ha cumplido su promesa de proveer felicidad y autonomía en un mundo sin Dios. Por el contrario, las grandes cuestiones vitales, tachadas de acientíficas e irrelevantes, siguen hambrientas de un conocimiento acompañado de sabiduría.
En cualquier caso, la discusión sobre Dios remite al debate actual sobre las insuficiencias de la secularización para atender la complejidad humana, el misterio y la dimensión espiritual frente a la reducción materialista y biologicista de las retóricas de un progreso ligado a los avances tecnocientíficos. Quitar a Dios de la ecuación humana no sólo no ha hecho más feliz a la humanidad, sino que ha conducido a idolatrías posmodernas que encumbran el tener frente al ser. “Sólo el necio confunde el valor y el precio”, decía Machado. Así, sólo la necedad puede hacernos creer que llevar un móvil de última generación en el bolsillo calma el hambre de sentido.
Como afirma María Zambrano: “creencias sin credo, fe desasistida y esperanza errante” nos transforman es “seres errabundos y sin asilo porque tenemos sed de realidad, pero también de trascendencia”. [2]
Razonar y dialogar no es ofensivo
Por otro lado, la película también sorprende por la forma en la que los personajes conducen su conversación, pese a defender tesis antagónicas. En la ficción, Freud y C.S. Lewis ofrecen un ejemplo de cómo se pueden debatir asuntos de calado con argumentos y sin recurrir a las descalificaciones ad hominem.
Javier Marías, en un brillante artículo publicado hace unos años con el título “Cuando razonar es ofensivo” [3] se refería a las “locuacidades ensimismadas” y a “escuchar como quien oye llover”, en alusión a la progresiva insignificancia del hablar y del escuchar. La emocionalidad más ramplona y los insultos han abolido el dialogo, un instrumento del que la humanidad se ha valido para tomar conciencia de la propia ignorancia, motivar a que pensemos por nosotros mismos y reconocer al otro. Cómo nos comunicamos transforma las relaciones y la sociedad cuando se retuerce su misión, sirve al engaño y se convierte en mera cháchara. El tono amable en el film es todo un alegato del director para ensalzar las virtudes del diálogo frente a la manipulación y la barbarie. Vuelvo a Zambrano: “mientras los hombres no se entienden entre sí acerca de aquello que buscan y esperan tampoco se entienden consigo mismos”.
Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética por la Universidad Católica de Valencia – Miembro del Observatorio de Bioética – Universidad Católica de Valencia
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[1] Nicholi, A. (2004). La cuestión de Dios: C.S. Lewis vs S. Freud. Versión en español. Rialp.
[2] Zambrano, M. (2004). Hacia un saber sobre el alma. Alianza.
[3] Marías, J. (2021). Cuando razonar es ofensivo. Diario El País. https://elpais.com/eps/2021-12-19/cuando-razonar-resulta-ofensivo.html