El tema de la esperanza es actualísimo. Últimamente el Papa está insistiendo mucho en que levantemos el corazón hacia esta virtud. Ha determinado que el mensaje central del nuevo jubileo sea la esperanza. Además, hoy día, son muchos los que han caído en el pesimismo, la desesperación, la depresión, y otras enfermedades mentales, y, en fin, los que lo están pasando muy mal, porque han perdido la ilusión y la esperanza. Nuestro mundo está muy necesitado de esperanza. En esto la Iglesia puede ayudar mucho, ya que la fe es lo que da más esperanza. Dar esperanza es una de las grandes tareas de la Iglesia para con el mundo actual.
Dios es amor, y nada más que amor, amor infinito. El mundo creado responde a un diseño de amor, a un corazón paternal, a un gran corazón. El cosmos es la casa que Dios ha preparado para el hombre. La historia no se desarrolla de una manera ciega. Existe la providencia divina, Dios nos acompaña. Dios cuida mucho y muy bien de nosotros, nos hace mucho bien. Dios sólo permite el mal para que se pueda conseguir un bien mayor. Así, todo tiene un sentido maravilloso. En medio de todo lo que no seamos capaces de entender, sabemos que somos criaturillas de Dios, que nuestra situación es como la de un niño abrigadito en su cuna, muy efusivamente besado por su padre. Y, sentirse tan amados ¡es maravilloso!
Todo es para bien de los que aman a Dios. Es suficiente que lo ames, para que, todo lo que te suceda, sea lo que sea, sea para tu bien, y, por esto mismo, todo tiene una dimensión muy positiva.
Además, quien vive amando a Dios, sean las que sean las circunstancias que tenga, está viviendo la vida más plena posible, se está realizando al máximo como hombre, y su alma está satisfecha, feliz y contenta.
Jesús es quien más te quiere. La providencia ha llegado incluso al extremo de que Cristo, Hombre-Dios, ha dado su vida, por amor a nosotros, y para que podamos llegar al cielo, a la gran felicidad.
En una palabra, la fe nos hace ver que la vida humana ha estado diseñada para poder estar del todo envuelta en un manto fantástico. La fe cristiana pone ante nuestros ojos unos horizontes maravillosos.
A quien, estuviese teniendo la sensación cómo de que se le cae el mundo encima y, a la vez, nada supiera de la acción benefactora de Dios sobre el mundo, le ha de resultar difícil no desanimarse y no desesperarse. Si, además, cree que todo acaece de manera inflexible, ciega y totalmente inmisericorde, que difícil le será que sus noches no sean insomnes y atroces. ¿Cómo no estará entonces esperando que estallen los hechos sobre su cabeza? ¿Cómo no se sentirá completamente impotente y sumergido en una noche sombría y muy oscura, esperando la sentencia fatal del desenlace de los hechos? Pero, esperar, sin tener motivo para esperar nada positivo, ¿no es acaso desesperar? ¿Cómo no sentirse entonces invadido por un sentimiento raro, una especie de depresión total, absoluta, de todo el propio ser, una dejadez infinita? Y, con el transcurso del tiempo, ¿cómo la angustia y la congoja no llegarán el paroxismo?
La desesperación es un problema muy grave, que ha sido ocasión de tantos suicidios. Actualmente, por ejemplo, en Cataluña (España), la primera causa de mortalidad entre los jóvenes es el suicidio.
Ciertamente, es muy muy distinto lo que experimenta quien, caído en el mar, no sabe dónde poder agarrarse y quien sabe que siempre tiene un agarradero. El cristiano sabe que siempre puede acudir a Dios y que la mano de Dios siempre estará a su disposición para poder ayudarle.
Hay mucha diferencia entre ver este mundo como un monstruo que me va a devorar, y que está siguiendo la ley de la necesidad inflexible, y ver la realidad como una mano más fuerte que el mundo, con cuya ayuda puedo contar, gracias al amor, que en cada circunstancia me quiere acariciar.
Que dicha, pues, la de quienes viven la fe católica, y la esperanza consiguiente, que da tanta luz, ilusión, gozo y paz a las vidas. ¡Entusiastas!
Más aún, como decía Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer: yo no quiero esto o aquello, yo soy más envidioso, lo quiero todo, quiero a Dios, quiero la santidad ¡Ideal de los ideales! El gran ideal: ¡Él!