El pasado 10 de enero falleció, un tanto sorpresivamente, el Cardenal George Pell, un auténtico confesor de la fe, en el sentido de que sufrió injustamente a causa de su fidelidad a Jesucristo. Pell estuvo trece meses en prisión, condenado por un crimen que no cometió; tras las rejas por una calumnia motivada por odio a la Iglesia. Sin embargo, él sufrió esa gran injusticia desde la profundidad de su fe, de manera que le sirvió para crecer interiormente. A semejanza del Cardenal van Thuan –que pasó trece años en la cárcel-, su periodo en prisión fue un momento de maduración en la fe y de abandono en las manos de Dios.
¿Cuál es la enseñanza que nos da Pell? El saber ver a Dios detrás de las circunstancias de la vida, también las adversas. El paladear, en carne propia, cómo Dios se sirve de todo, incluso de lo malo, para nuestro bien. Como dice san Pablo, “para los que aman a Dios todo es para bien” (Romanos 8, 28). Tal capacidad, supone una gran finura del alma, una agudeza espiritual fuera de lo común.
Obviamente, no es que Dios quiera las injusticias, el perjurio, la calumnia. No las quiere en cuanto son pecado, son cosas malas. Pero las permite porque respeta nuestra libertad. Ahora bien, la omnipotencia divina sabe sacar cosas buenas de lo malo, de manera que “todo coopere para el bien de los que aman a Dios”. Dios se sirve de esas injurias para purificar a un alma y para dar un testimonio aún mayor. Como dice el mismo san Pablo: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5, 20). De esta forma, de manera insospechada, Jesús dio a probar un poco del cáliz de la Cruz a su hijo George, y George dio testimonio de confianza en Dios, de abandono en Sus manos.
La “kénosis” (“abajamiento” en griego) de Pell fue grande. De ser uno de los Cardenales encargados por Francisco para reformar la Curia Romana, con el deber de supervisar los asuntos económicos, a pasar por la ignominia de ser considerado un pederasta. Todo hay que decirlo, pasar trece meses en la cárcel siendo inocente, está muy mal, pero lo peor es el motivo: ser encontrado culpable de pederastia, probablemente el peor crimen que se puede cometer. Es decir, pasar, sin solución de continuidad de la cumbre en su carrera eclesiástica a las oscuras profundidades de la pederastia clerical. Lo peor no fue la cárcel misma, sino el motivo que lo llevó a ella, con la consiguiente infamia que cae sobre su nombre y buena fama.
Pero Pell vivió todo eso con una gran paz. Según él mismo relata, en ningún momento se sintió abandonado por Dios, al contrario, lo sentía más cerca y de Él sacaba fuerza para enfrentar la contradicción y hacer un denodado esfuerzo en su oración para intentar comprender algo, entender qué era lo que Dios quería de él, por qué lo permitía. Mientras tanto, se alzaba incesante su oración por las víctimas de pedofilia clerical y por sus acusadores. Desde el primer momento comprendió que su sufrimiento no era inútil y que podía unirlo al padecer de Jesús en la Cruz. Es decir, vivió desde la fe su experiencia de la cárcel, tuvo la clarividencia de tener una profunda vida sobrenatural, de forma que encajaba la injusticia en un conjunto más amplio de sentido. Digamos que fue una experiencia mística del despojo humano, para crecer en unión con Dios.
Quizá lo más difícil sea la sombra de la duda que se cierne sobre su nombre, incluso después de ser absuelto. Más de uno podrá pensar que esa absolución obedece al poder y la influencia de la Iglesia, más que a la justicia. A nadie le gusta que su nombre quede manchado, y menos de ese horrendo crimen. Pero, como diría san Josemaría encarándose con Dios: “si Tú no quieres mi honra, ¿yo para qué la quiero?” Desprenderse de la propia honra, ponerla al servicio del Señor, despojarse de todos los títulos y ser un preso más. Todo ello puede vivirse como un valiente itinerario espiritual que conduzca a la identificación con Jesús y que sirva de purificación a su Iglesia. Dios quería apoyarse en George Pell para dar este valiente testimonio. Pell se une así a la larga lista de personas que por fidelidad a Jesucristo han padecido la prisión: el Cardenal van Thuan, san Juan de la Cruz, san Pablo, san Pedro y el mismo Jesús.