El sacerdote y doctor en Filosofía, José María Montiu, ofrece esta reflexión sobre la confesión sacramental como un acto de sinodalidad.
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La sinodalidad es un andar juntos. Pero, es un andar juntos como personas. Esto es, se trata, principalmente, de corazones que andan juntos.
Decimos, en su acepción principal, que dos cosas están juntas cuando la distancia que media entre ambas es el número cero. Esto es, ¡no media distancia!
Imaginemos ahora, por un momento, a dos personas, que, por lo que se refiere al mero plano físico, están recorriendo juntos un mismo camino, se están acompañando. Es indudable que participando en esta caminata se encuentran físicamente cercanos. Para ello les ha bastado recorrer el mismo sendero. Pero, también es verdad que uno puede ir cada día a caminar con otra persona, y, sin embargo, no llegar nunca a conocerla de veras. En este caso, desde el punto de referencia de los ojos físicos estarían muy cerca; pero, desde la perspectiva de los ojos del espíritu, estarían muy lejanos. Es una cercanía que es una lejanía.
Es verdad que la cercanía física da un cierto conocimiento del otro. Pero, es verdad también que no vemos los corazones. Y, no viendo los corazones, lo que vemos es únicamente las apariencias. Esto es, vemos sólo como aparece, como se manifiesta el corazón, lo cual puede ser muy distinto del corazón mismo. Lo sabemos bien todos: las apariencias no coinciden siempre con las realidades. No es lo mismo las sombras que las figuras que proyectan estas sombras. Ya el célebre literato Calderón de la Barca se refirió a este mundo como el gran teatro del mundo, lugar en el que se suceden las apariencias, y en el que a menudo el papel que uno desempeña hacia la galería no es exactamente el papel propio en la vida. Quién en el palco escénico hace de catedrático, puede ser un iletrado; y el que hace de enfermo, puede estar realmente sano.
De la cercanía física a la cercanía espiritual puede incluso llegar a mediar una distancia insalvable, un auténtico abismo, por lo que puede decirse que entre dos personas físicamente cercanas puede haber una distancia infinita.
La confesión sacramental es un acto de sinodalidad porque es un andar juntos en el corazón de Cristo. Y no sólo es andar juntos, es andar muy juntos.
En el sacramento de la confesión andan juntos el sacerdote confesor y el penitente. Más aún, andan juntos, el confesor, el penitente y, principalmente, Nuestro Señor Jesucristo.
Este santo sacramento dice relación a Cristo, pues es Cristo mismo el que perdona al pecador, y lo hace a través del confesor que está actuando in persona Christi. El amor de Cristo se vuelca sobre el pecador de una manera inmensamente maravillosa, abrazo fantástico de Cristo. En este sacramento se vuelve a ser amigo de Cristo, o se aumenta el vínculo con Cristo del que ya se era amigo y se estrechan los lazos, quedando más cerquita de Cristo.
En este sacramento hay una cercanía de los corazones, pues en el mismo se conocen los corazones en la medida en que pueden ser conocidos en este mundo. Se conoce lo que el otro está viviendo, sus sufrimientos, sus pecados, sus deseos de mejorar su existencia, su intención de cambiar, su anhelo de convertirse, lo que nunca contaría. Hay cosas que sólo se cuentan en la confesión, y que no se cuentan ni siquiera al propio conjugue. En la confesión es donde se toca más la realidad, es la hora de la verdad, la hora del desvelamiento de las almas, es el momento en que se conoce propiamente la vida del otro. Todo esto hace que la confesión sea un ámbito de inteligibilidad, de comprensión del hondón del alma del otro, de llegar a entender el pozo profundísimo de su espíritu. Aquí se llega a alcanzar lo que sino nunca se comprendería. Aquí es donde el penitente muestra sus llagas, su pus, y aquí es pues donde sus heridas manifestadas pueden ser vendadas, donde puede curársele con delicadeza, donde éstas pueden cicatrizarse a besos, donde realmente se le puede ayudar. Aquí es donde el penitente puede sentirse más comprendido que nunca, acogido y querido como es, con cariño y afecto.
Dicho de otro modo, si en este mundo es posible la verdadera cercanía, la distancia cero de comprensión entre los corazones, esta distancia cero donde se da es en la confesión. Esto conlleva que la confesión es un momento muy privilegiado de la sinodalidad.
Además, en la confesión hay también una cercanía espiritual. Cuantas veces los confesores al terminar la confesión hemos oído que nos decían: ¡gracias, padre! Es hermoso que el penitente sienta que le quieren como le quiere un padre. En la confesión hay una maternidad espiritual hacia el penitente, que da lugar a una vida nueva en su alma. Hay pues, un andar juntos, que es también un andar juntos de corazón, un andar juntos en el afecto, en el aprecio del otro, en el don. Ya decía el Santo Cura de Ars, el sacerdote confesor es la caridad de Cristo. La confesión, dice, pues, amor, amor misericordioso. Amor delicado y elevado, muy de Dios, muy de imitador de Cristo crucificado y resucitado, pero amor de veras. O, dicho en otras palabras, caridad espiritual, el amor que Cristo pide que tengamos.
La sinodalidad, en sus mejores y más altas expresiones, no es reducible a una estrategia, a un método, a un organigrama, a una especie de algoritmo matemático o de tabla de logaritmos, sino que es el amor de Cristo. Pues, la salvación del mundo no vendrá por una revolución informática, o por un número, sino por la acción salvadora de Cristo. Cristo desde el sagrario hace grandísimo bien a las almas. Cristo se sirve grandemente de los santos, los cuales son brazos de Cristo, transmisores del amor de Cristo. ¡El triunfo de Cristo es el triunfo del amor! Y, el confesonario es lugar privilegiado del amor de Cristo, del latido amoroso del Corazón de Cristo.
En definitiva, la confesión sacramental es un momento maravilloso y privilegiado, de sinodalidad, de andar juntos en el Corazón de Cristo. Es un momento en que la Iglesia se siente especialmente familia, donde uno se siente acogido, querido como él es, como se siente querido un hijo en su familia porque es hijo ¡Un momento maravilloso! Y, no sólo un momento maravilloso, sino un momento que hace grandísimo bien a las almas. ¡Cuántas cosas buenas hemos recibido gracias a algo tan poético como la confesión, en la que uno se hace pequeño hasta meterse en los brazos de Cristo que le abrazan con un inmenso cariño de padre! ¡Es para caérsele a uno las lágrimas de emoción, de alegría!