La ciudad como espacio de inclusión o exclusión y la dimensión comunitaria de la persona

“El 47”

La película El 47 reconstruye un acto de rebeldía pacífica comunitaria que en el siglo XX protagonizaron los “invisibilizados” de Torre-Baró, un barrio del extrarradio de Barcelona al que llegaron miles de migrantes, huyendo de la miseria de la posguerra. El film va más allá de los hechos verídicos recreados y muestra que la dignidad no es algo abstracto, sino que se concreta en lucha por el agua, por la luz o por una línea de autobús, en este caso. Aquella acción invita a una reflexión bioética sobre la dimensión comunitaria de la persona, así como sobre la desigualdad y la fractura de la solidaridad al marginar a los más frágiles a las afueras de las ciudades.

El cineasta catalán, Marcel Barrena, convierte el origen del barrio obrero de Torre-Baró, a las afueras de Barcelona, en el microcosmos del sufrimiento y la desesperación de miles de familias de Andalucía y de Extremadura a las que el hambre obliga, en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, a abandonar sus tierras y buscar una vida más próspera en zonas industrializadas de Euskadi, Madrid o Cataluña. La compra de pequeñas parcelas en el extrarradio de las ciudades, el chabolismo y el subarriendo se convierten en la única opción para la mayoría de los migrantes que carecen de suficientes recursos económicos para poder alquilar una vivienda en el corazón de las ciudades. Así es como aparecen en España los primeros asentamientos de chabolas y cabañas, construidas por las propias familias, al amparo de una disparatada ley estatal que disponía que, si la construcción estaba techada al amanecer, no podía ser derribada por la autoridad.

En el film, Manolo Vital (Eduard Fernández), enviudado recientemente, llega desde Valencia de Alcántara (Extremadura) a Torre-Baró, en 1958, con su hija Joana (Zoe Bonafonte) que, entonces, apenas tiene dos años. Como cientos de familias, invierte todos sus ahorros en ladrillos, cemento, tablones de madera y uralita para levantar con sus manos una construcción tan reducida como precaria, a fin de guarecerse de la intemperie. Cada noche, cientos de familias trabajan a destajo. Pero, al despuntar el día, nadie ha conseguido techar su casa y la Benemérita —como popularmente se llamaba a la Guardia Civil— llega con una legión de albañiles que a martillazos hace desaparecer las construcciones y, a la par, las esperanzas de quienes esperan el bien, pero únicamente reciben la ofensa como respuesta.

Una comunidad heroica

El heroísmo comunitario y la esperanza de los desesperados surge, paradójicamente, en ese espacio de amargura y dolor colectivo. Manolo Vital propone dejar de lado el interés individual y no seguir invirtiendo energías en el esfuerzo inútil de hacer cada uno su propia casa. En este sentido, plantea a la comunidad unir sus fuerzas de forma colectiva para hacer entre todos, cada noche, una sola casa techada que, al cumplir con la estrambótica legalidad, no podrá ser derribada. Todos debían comprometerse en ese esfuerzo conjunto hasta que la última de las familias tuviera su vivienda acabada. “¿Y cuál será la primera?”, pregunta el más desconfiado. “La tuya”, le replica el protagonista para sofocar el egoísmo e infundirle confianza en la bondad de la propuesta. La fuerza de la unión vecinal levanta un barrio estigmatizado, el de Torre-Baró, que no aparece en ningún mapa de la ciudad y, además, constituye un espacio vedado a los más elementales derechos de ciudadanía.

Tras esa secuencia, la película da un salto temporal de veinte años hacia adelante. En 1978, Manolo Vital trabaja como conductor de la empresa metropolitana de transporte público urbano, al frente del autobús de la línea 47 y se ha casado con Carmen (Clara Segura), una profesora que se encarga de enseñar en un barracón a leer a los niños y de alfabetizar también a las mujeres del barrio que, en su mayoría, no saben leer ni escribir. Además, cada dos por tres se pelea con su hija Joana que, como muchos de los jóvenes que han crecido allí, se avergüenza de vivir en el barrio y sufre cada día el desprecio de sus compañeros de clase y el estigma del lugar de residencia. Los vecinos son los mismos que levantaron las casas, pero la lucha comunitaria por unas condiciones mejores de vida no ha acabado. “No le importamos a nadie, nos tratan como animales y somos personas (…) pasamos fatiga por venir y, ahora, fatiga por permanecer”. Éste es un lamento compartido en las reuniones de los vecinos de Torre- Baró.  La única señal de “progreso” en el barrio es una vieja cabina telefónica, en mitad de una pequeña plaza sin asfaltar. Éste es, precisamente, el lugar de la solidaridad espontánea, donde las personas comparten lo poco que tienen y al que cada vecino acude con su silla para ver alguna de las películas que se proyectan una vez a la semana en una vieja sábana blanca que hace de pantalla de cine.

A Torre-Baró apenas llega el agua corriente, las gentes cargan a la espalda durante kilómetros las bombonas de butano, caminan horas para llegar al ambulatorio más próximo, a trabajar o a estudiar al centro de la ciudad y las velas no faltan en las casas porque los cortes y las averías eléctricas son el pan de cada de día. Los vecinos, hartos de que el barrio represente una zona de marginalidad y exclusión se proponen reclamar al Ayuntamiento que el transporte público llegue a la zona. Manolo Vital lidera el acto de disidencia pacífica comunitaria para tratar de demostrar, al volante del autobús número 47, que los políticos y los técnicos se equivocan cuando deniegan la petición vecinal alegando que las calles son demasiado estrechas y empinadas para que pueda pasar un vehículo de esas dimensiones. “La dignidad no es algo abstracto, es la lucha por el agua, por la luz, por el correo, por la educación pública (…) Estamos aislados detrás de una montaña y necesitamos que el autobús llegue al extrarradio como ustedes nos llaman (…) Soy un buen conductor y yo mismo me comprometo a llevar ese autobús”, propone el protagonista, topándose en su odisea con una burocracia sin rostro, incapaz de escuchar ni de ver a las personas como fines en sí mismas.

Manolo Vital no está solo. Cuenta con el apoyo de su familia, de sus vecinos, e incluso de los viajeros asiduos de la línea 47 que, con el paso de los años, han tejido con el conductor lazos de confianza y amistad. El líder vecinal “secuestra” su propio autobús, con el beneplácito de los pasajeros —habitantes de la ciudad de clase media y alta— atraídos por la hazaña de hacer llegar el transporte a una zona que desconocían que existiera. La heroicidad de la acción se caracteriza por lo ejemplarizante del compromiso con una causa justa, por el sacrificio personal y por una genuina y clara orientación de servicio a los demás. El acto de rebeldía se convierte, de esta forma, en un catalizador para el cambio que transforma a los personajes, enorgullece a los habitantes del barrio y golpea el corazón del espectador. El filósofo Josep María Esquirol, alude a la solidaridad con los otros y a la donación de uno mismo como fuente de sentido vital y exigencia a la que no nos podemos sustraer. “La solidaridad más profunda es la de las conciencias (…) Es imposible que no esté enlazada con la acción y con la transformación de la situación”.[1]

De estos mimbres está hecha la historia real del primer autobús que llega a un barrio de migrantes de Barcelona gracias a la fuerza de la unión de las personas.  Por la potencia de la trama y de la narración no sorprende que la película esté a punto de considerarse uno de los mejores filmes del cine español de 2024, haya arrasado en los premios Gaudí y afronte los premios Goya con catorce nominaciones. Cabe señalar que la cinta de Marcel Barrena tiene muchos puntos en común con el cine humanista de Jean-Pierre y Luc Dardenne que, actualmente, es referente en Europa por su compromiso con la acogida a la fragilidad y su lucha contra la cultura del descarte.

Ciudades de ricos y ciudades de pobres

La película El 47, más allá de recrear hechos verídicos, remite a la actualidad e interpela a una reflexión bioética en torno a dos cuestiones relevantes: por una parte, la importancia de la interrelacionalidad; y por otra, la proyección de las ciudades como espacios de inclusión o de exclusión de la fragilidad, desigualdad entre ricos y pobres y fractura de la solidaridad. La miopía ética de la política y los fuertes intereses económicos parecen tener importantes y precisas responsabilidades en aspectos que resultan claves como el derecho a la ciudad, al acceso a viviendas en condiciones dignas y la configuración de las urbes como espacios de integración social, cultural y de vivencia comunitaria, en vez de como una máquina de potente marginación y exclusión.


La política urbana y del territorio son parte ineludible de visiones y acciones de biopolítica o bioética social que tienen que ver con derechos humanos fundamentales de protección de la vida humana, además de razones de justicia social y de beneficencia. “Un muro es un muro, pero su sentido, uso y papel son distintos cuando sirve para protegerse de la intemperie o del ruido, delimitar un jardín o separar a los apestados del resto de la ciudad y crear áreas en las que se establecen principios jurídicos diferentes”, afirma el arquitecto humanista Bernardo Secchi[2]. En efecto, como grita el protagonista de esta película, Manolo Vital, la dignidad no es abstracta y la riqueza y la pobreza no se miden sólo en cuestiones de renta. Pobre no es sólo la persona o la familia con escasos ingresos, sino también la que no puede acceder, ni siquiera de forma potencial, a disfrutar de bienes y servicios esenciales para la supervivencia y la inserción social.

Bauman, por su parte, destaca que ser pobre significa estar excluido de lo que se considera una “vida normal”; es “no estar a la altura de los demás”. Esto genera sentimientos de vergüenza o de culpa. La pobreza implica también tener cerradas las oportunidades para una “vida feliz”[3].

Adela Cortina califica de “ mal radical “ incitar a la intolerancia y al odio al esconder a los pobres en los extrarradios de las ciudades porque no parecen tener mucho que ofrecer en la sociedad del intercambio. La filósofa habla de corrupción moral por la disposición creciente a admirar a los ricos y a los grandes, despreciando e ignorando a los más frágiles[4].

De ello, se infiere la urgencia de que las políticas sociales, de vivienda y de planificación de los territorios se orienten hacia la inclusión y la acogida de la fragilidad como responsabilidad ineludible con el prójimo y con la centralidad de la persona si queremos reconocernos como humanos y no menoscavar la vivencia comunitaria. Ésta resulta primordial para engrandecer la vida humana.

Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética por la Universidad Católica de Valencia – Miembro del Observatorio de Bioética –  Universidad Católica de Valencia 

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[1] Esquirol, J. Mª. (2017). Uno mismo y los otros. De las experiencias existenciales a la interculturalidad. Herder, p. 104.

[2] Secchi, B. (2015). La ciudad de los ricos y la ciudad de los pobres. Catarata, p. 39.

[3] Bauman, Z. (2000). Trabajo, consumismo y nuevos pobres. Gedisa.

[4] Cortina, A. (2017). Aporofobia, el rechazo al pobre. Paidós.