La carga liviana de nuestra contribución en la construcción del bien común

Se ha dicho que cuando algo es de todos, es de nadie; y que esta realidad solo genera la pérdida o el deterioro de cualquier bien. A un estudiante americano que pasó una temporada en Lima, viviendo en una residencia de universitarios, le llamó la atención lo bien cuidada que estaba la casa. A diferencia de lo que él había experimentado en una residencia en Los Angeles, donde el lavadero de la cocina terminaba cada día más lleno de platos sucios, que todos los universitarios residentes dejaban sin lavar. Y lo que él encontró en esta casa de Lima fue un cuidado y una limpieza a la que contribuían todos los que vivían en ella.

Esta anécdota pretende mostrar dos hechos: primero, que el descuido por lo común se presenta en todas partes del planeta; y en segundo lugar, que en nuestro país existen ambientes donde lo común se cuida; y que por tanto, no es un sueño pensar que como sociedad podemos cuidar mucho más los bienes comunes.

Los bienes comunes son los que construyen y hacen posible la convivencia grata. Los seres humanos estamos llamados a con-vivir, pero no por contrato, como lo pensaba Rousseau; sino, porque el hombre es un ser personal. Ser persona significa ser interioridad y al mismo tiempo ser para otros. Por eso, -y es además algo que todos podemos descubrir en nuestra propia vida- más que preguntarse por ¿Quién soy yo?, la pregunta que uno debería hacerse, como lo sugiere Rosini, es ¿para quién soy yo?  

Como lo social es una característica de nuestra naturaleza, la convivencia en la sociedad debemos gestionarla como una componente importante de nuestra personalidad; es decir, como una tarea con la que contribuimos y un espacio del que disfrutamos. Lamentablemente, en nuestra época,  el individualismo se ha impuesto como una norma de vida por teorías económicas o ideologías mal concebidas como sociales. Pero, no siempre fue así en la historia de la humanidad. Messori, en uno de sus libros comenta que el momento de la historia en el que mejor lo pasaron los enfermos, las viudas, los huérfanos y los pobres fue la Edad Media. Una época de la historia donde no había Estado, sino muchas iniciativas sociales que nacieron de la preocupación de individuos concretos, que motivados por el cariño que tenían al Señor, decidieron dedicar parte o todo su tiempo -su vida- a aliviar los problemas de los que sufrían o no accedían a un bienestar concreto. Y como agrega Messori: esas personas se comportaron así, porque esa época de la historia se caracterizó por el gran amor a Dios que se dio en esas sociedades.


Este hecho no hace más que confirmar la realidad personal del ser humano. Alguien con interioridad -con capacidad para reflexionar y decidir por sí mismo a qué dedica su tiempo- y un ser que al mismo tiempo sale de sí mimo para actuar resolviendo los males que aquejan a otros seres humanos, especialmente, a los más débiles.

Por eso, nuestra contribución al bien común no puede alejarse de la calidad espiritual que cada uno tenga, porque el movimiento de salida de uno mismo exige una riqueza interior: una reflexión sobre la propia razón de ser, sobre los recursos que se tienen y las capacidades que uno posee; y todo esto, abriendo los ojos a los problemas y necesidades de los demás. Toda una sensibilidad interior que solo puede partir de la auténtica fuente de todo bien: Dios mismo. Si hoy vemos que el bien común es menospreciado, en parte se debe a que nuestra espiritualidad se ha empobrecido.

Por eso, en la construcción del bien común, más que pensar en otras estructuras sociales o en buscar las personas que con todo lo arreglarán con el poder en sus manos, lo que deberíamos plantearnos es trabajar más la calidad de nuestra propia espiritualidad. Así, descubriremos la realidad tan enormemente rica que perdemos cuando no abrimos las puertas de nuestra interioridad a la amistad con el Señor.

Y entonces, nuestra contribución al bien común no será una carga pesada; una obligación externa que impone una autoridad -muchas veces cuestionada por su comportamiento-, sino una acción que procede de un convencimiento propio, y de la actividad de un ser que cada vez goza más cuando comparte. Y cuidaremos con alegría no ensuciar las calles, no dañar las paredes del vecino, no inquietar bruscamente con el claxon, no querer ser el primero en el tráfico; y mejor aún, nos sumaremos con ilusión y entusiasmo a muchas iniciativas propias o ajenas que ayuden a hacer más grata la vida en común.