13 marzo, 2025

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Marta Luquero

Voces

13 marzo, 2025

5 min

La belleza que no puedes ver

Lo que no se ve con los ojos, sino con el corazón

La belleza que no puedes ver

Leyendo el Evangelio de ayer, 12 de marzo (Lc 11, 29-32), me resonaba una idea que llevo tiempo rumiando y sobre la que quería escribir.

Sé que no escribo de forma virtuosa y es un hecho que me cuesta ponerme cuando es para que otros lo lean. Una cosa es escribir tus pequeñas inspiraciones del día o sobre una experiencia en tu libreta personal, y otra dar paso y dejar la puerta abierta a que, aunque sea solo una persona, te lea.

En este pasaje Jesús habla de signos. De cómo le pedían signos para creer y de cómo éstos estaban teniendo lugar delante de esas personas, pero no eran capaces de verlos. Y es que el signo era Él mismo, pero no lo veían.

Pensaba en ello y creo que lo que les pasaría es que no eran capaces de hacerlo porque estaban metidos en sus cosas, en sus hábitos, en sus ruidos del día a día, en definitiva, en sus esquemas mentales. Miraban a Jesús según sus propios modos y estaban cerrados al asombro de lo que Él les traía.

Y es que solo tengo que mirarme a mí misma para ver cómo cierro la posibilidad de novedad en mi rutina y de asombrarme ante lo que la realidad tiene que decirme cada día cuando me pongo en mi modo multitasking o de persona super eficiente.

Eficiente, efectiva, útil, productiva…

Me veía tan reflejada en esas personas y es que cuántas veces miro solo con la mirada natural de los sentidos del cuerpo y dejo de lado la sobrenatural. Esa que te abre a algo más que lo que la simple realidad material te muestra, y que necesita de un tiempo, de un silencio, y de una voluntad de mirar despacio para no solo ver.

Y vuelvo al significado de utilidad, de rentabilidad, de efectividad, de productividad… ¿es posible ser productiva si dejo de hacer tantas cosas en mi día? ¿Dejo de ser una persona eficiente si voy más despacio dejando que las cosas dejen un poso en mí y tratando de dejar el mío en ellas? Y entonces, caigo en la cuenta de que quizá debo replantearme el significado de las palabras eficiencia y utilidad en el que me muevo y en el que me vivo.

Tengo claro, el que el mundo me trata de imponer. El rendimiento, el éxito, la medición cuantitativa… pero ¿es esto vivir plenamente? Y me paro. Y me silencio, y miro a mi alrededor para poder responderme no desde la teoría, no desde lo que dicen los gurús o “expertos” en felicidad, sino para mirar mi experiencia. Para contemplar mi vida y mi camino andado. Para verificar en mi pequeña realidad. En mi pequeña parcela. En mi corazón, entendido como núcleo de mi persona.

Y dejo de lado por un momento todos los impactos que recibo. Los que busco yo y los que me regala el algoritmo al que tanto le gusto.

Y levanto los ojos al cielo… y me doy cuenta de que la productividad no está en lo material. De que mi efectividad no está en lo que acumulo sino en lo que doy. Que soy eficiente cuando más me entrego a las personas que me encuentro. Que mi éxito está en las veces que he podido vencer mis prejuicios para dejarme interpelar y tocar por algo o por alguien. Que mi utilidad no depende de la opinión de otros, sino que reside en mi libertad de ser, pudiendo dejar espacio en mi vida a actos considerados inútiles si los juzgo desde el filtro del rendimiento.

Y caigo en la cuenta de que quizá la palabra no sea eficacia o eficiencia. No sea productividad o utilidad. Sino dar fruto.

“Dar” de darse, de entregarse, y fruto que sea semilla de más frutos futuros. Un fruto que al morir deja un poso en los que aquí se quedan para florecer de nuevo. Un poso de esas cosas que no se ven con los ojos del cuerpo, sino que se viven y se ven con los del corazón.

De esas cosas tremendamente bellas pero que necesitan de tu apertura para hacerse visibles.

Y mientras pensaba en esto veía los rayos del sol entrar por mi ventana después de tantos días de lluvia y las tonalidades de ese cielo que aparecía ante mí. Qué inesperado y cuánta belleza.

La belleza… en la universidad hablamos de ella estos días. ¿Qué es? ¿Puede una persona que está ciega y por tanto no ve con los ojos del cuerpo tener una experiencia de belleza? Y pensaba en si hay belleza a mi alrededor, en mi pequeño metro cuadrado de rutina.

Y decido parar. Y miro… y caigo en la cuenta de la mucha belleza que de repente me rodea. El sol, el cielo, mi hogar, la fragancia del café impregnando la cocina, los encuentros que tendrán lugar hoy, mi preciosa madre que me espera para comer… mi madre… cuánta belleza hay en ella y en su maternidad. En su cuidado, en su entrega, en su sonrisa, en sus arrugas. En esos surcos en su piel que hablan de una vida vivida con mucho amor y sufrimiento. Y me asombro ante la belleza invisible a los ojos de mi cara pero que brilla intensamente mirada con los del corazón.

Y recuerdo el Evangelio de ayer y me propongo contemplar mi día abierta a todo lo bello que va a aparecer ante mí pero que necesita de mi atención y de mi presencia para poder hablarme. Que me pide que me despierte al asombro de otros modos y formas para descubrir lo inesperado y el regalo de la novedad de cada día.

Marta Luquero

@sencillemantemarta Nacida en Madrid, es madre y mentora en la Universidad Francisco de Vitoria, donde acompaña a jóvenes en sus primeros años de carrera. Licenciada en Derecho por la Universidad Complutense, ha desarrollado su carrera profesional durante muchos años en el mundo de la comunicación. Su vocación: el acompañamiento. Ese “para qué” que descubrió por la gracia y misericordia de Dios hace unos años. Y es que el acompañar y ser acompañados es una necesidad vital que tenemos. Miembro de la comunidad de laicos de las HAM (Hijas del Amor Misericordioso), vive inmensamente agradecida por saberse amada y acompañada, y por el regalo de cada nuevo día.