La abolición de la persona humana

El resultado de negar la incondicionalidad de la naturaleza humana es la supresión de la persona

Se cumplen 80 años de la publicación de La abolición del hombre (1943) de C. S. Lewis (1898-1963), autor de Las crónicas de Narnia. Es una buena ocasión para releer este pequeño libro (Encuentro, 1990). Lo he subrayado y me he detenido en bastantes de sus pasajes, en grato diálogo con Lewis, salvado el agudo discurso lógico del que hace gala el autor, un tanto agotador para mi gusto. Son tres capítulos y un apéndice con citas – sabiduría acrisolada por los siglos- que ilustran la ley natural (Tao), común denominador de la persona humana.

Una primera reflexión que me genera el libro es el entronque de los sentimientos con la totalidad del ser humano y su vinculación con la realidad. Señala Lewis que “la razón por la que Coleridge estaba de acuerdo con el turista que calificaba de sublimes las cataratas y no lo estaba con el que las calificaba de bonitas era, por supuesto, que él creía que la naturaleza inanimada era tal que determinadas respuestas podrían ser más “justas” u “ordenadas” o “apropiadas” que otras. Y él creía (acertadamente) que los turistas pensaban lo mismo. El hombre que calificaba de sublimes las cataratas no pretendía solamente describir los sentimientos que le suscitaban: también afirmaba que el objeto era tal que merecía esos sentimientos”.

Es cierto que la realidad despierta en cada uno diversos sentimientos, con intensidades variadas. Sin embargo, conviene tener en cuenta que esa realidad (un paisaje, una pieza artesanal, un producto, un servicio) tiene en sí misma unos atributos que reclaman una respuesta adecuada de quien las aprecia. Las valoraciones de las cosas, de las personas no están dejadas solo a la subjetividad humana, ellas son portadoras de valor que espera ser descubierto y apreciado por sus interlocutores. Qué importante, por eso, la tarea educativa en la familia, el colegio, la universidad que, entre otras cosas, ha de saber educar el buen gusto o lo que, en términos más amplios, Julián Marías llamaba la “educación sentimental”.

La segunda idea luminosa que encuentro en el libro es la importancia del Tao que la cultura china ha entendido como la gran realidad en la que todas las cosas consisten. “Es la Naturaleza, la Vía, el Camino por el que marcha el universo; camino en el que las cosas se presentan para siempre, permanentes y en calma, en el espacio y en el tiempo”. Este Tao aparece en diversas culturas milenarias como ley natural, principios originarios, moral, fundamentos últimos. El Tao, en tanto que principio de la condición humana, ha de entenderse como el inicio a partir del cual empieza la reflexión. Es el punto de partida, ya no hay un detrás adonde ir, en el mismo sentido que llamamos punto de partida al lugar físico en la que se instalan los atletas ante de empezar a correr en la competición.


Sin Tao desaparece la incondicionalidad del ser humano y se presta a que algunos “ilustrados” o, simplemente, poderosos manipulen a sus anchas el cuerpo y el alma de los seres humanos. Se instala una posición de dominio de unos pocos contra la misma humanidad. Esto que lo intuyó Lewis hace 80 años, es lo que pasa en nuestro tiempo con el transhumanismo dispuesto a convertir al ser humano en un artefacto mudando su natural condición personal. Es también lo que pretende, en gran medida, el llamado capitalismo de la atención orientado a manipular los gustos y apetencias de los seres humanos.

El resultado de negar la incondicionalidad de la naturaleza humana es la supresión de la persona como tal o, como lo llamó Lewis, la abolición del hombre. “Solo el Tao proporciona una ley humana de actuación común a todos, ley que abarca a legisladores y a leyes a un tiempo”. El Tao evita la tiranía de unos y la arbitrariedad de otros. Sus trazos esenciales señalan el camino del florecimiento humano.