Jubileo desde la enfermedad

Encontrar luz en la enfermedad y reconciliación en el dolor

El papa Francisco, siendo anciano y enfermo, ha convocado el Jubileo de la Esperanza. En la bula de convocación no faltan las referencias a la ancianidad y la enfermedad.

Conocedor del alma humana, se ve el deseo de que la esperanza alcance los rincones más obscuros del dolor.

Para los enfermos también es el jubileo de la esperanza.

Cuando era responsable de la Pastoral de la Salud, insistíamos en la idea de que se estaba enfermo, no que se era enfermo, como si la enfermedad no te tuviera que dar identidad, sino que fuera una faceta más de la vida, un estado. Ahora con más de diez años de padecer la enfermedad del Parkinson, si bien no puedo afirmar que lo que define mi persona es la enfermedad, sí que debemos convenir que hay un antes y un después de un diagnóstico. Cuando la enfermedad viene a ser para siempre, se convierte en una compañera de viaje a la que no hemos invitado, pero siempre va a estar ahí. Como aquel pasajero que se sienta a nuestro lado, conviene no ignorar que va en el mismo vagón que nosotros. No dejarle que nos invada, pero sí atender sus requerimientos. Aceptar las limitaciones sin someternos a ellas.

La mayoría de las enfermedades son complejas, personales e intransferibles. Los síntomas perceptibles externamente vienen a ser en la mayoría de los casos la punta del iceberg, algo que se ve, pero que esconde una lista de dificultades que el enfermo padece y sufre en silencio en un intento permanente de responder a la normalidad. Que no lo noten los demás. Siendo así que además de negar los síntomas, nos podemos sentir culpables de las deficiencias que estos provocan. La depresión y la ansiedad, por ejemplo, son frecuentes, suelen acompañar la mayoría de las enfermedades y causan más dificultades que la rigidez muscular o los movimientos involuntarios en el caso del Parkinson, por ejemplo. Los síntomas psíquicos, tan mal entendidos por aquellos que no los padecen, se suelen atribuir a la mala voluntad del paciente. Cuando esto es así, y el mismo paciente se culpa de su tristeza y conductas ansiosas, entra en una especie de bucle que aumenta, si cabe, la depresión.  No es difícil entender la asociación que el pueblo judío hacía de la enfermedad y el pecado. “quien pecó él o sus padres” le preguntan a Jesús Jn. 9, 2-3. Ahora no asocia la enfermedad al pecado, pero sí tiende a juzgar la conducta del enfermo, responsabilizándolo de su estado. La obesidad mórbida, por decir alguna de las que más se ataca a la persona que padece, o cualquier enfermedad mental. “Estas así porque quieres” se oye más de una vez.

Los amigos de Job le hacen saber que Dios no se equivoca nunca. En dirección contraria, el mismo enfermo es el que juzga a Dios porque le ha enviado ese mal. Hay un conflicto de fe. “Si Dios me ama, por qué me toca estar enfermo” .

A veces es el mismo enfermo que se auto condena como mal hijo de Dios. Puesto que se atribuye la falta de un tono vital alegre, el pesimismo, el cansancio y la fatiga, no a la falta de salud, sino a la falta de fe. “Un santo triste, es un triste santo”, se suele decir. Esto provoca sentimientos de frustración y de pecado ante la falta de alegría. Sobre todo, cuando la tristeza es signo de derrota ante un mundo tan “positivo” Muchas crisis vocacionales tanto a la vida religiosa como al matrimonio vienen dadas por una mala tolerancia a la derrota de la enfermedad.

El jubileo no nos va a curar la depresión, o la fatiga crónica, sí nos va a situar en la perspectiva del perdón. El perdón es fuente de alegría. Perdonarnos nuestras ansiedades y depresiones es el principio de la Salud que Jesús viene a traer.

La terapia es importante para aclarar conductas y desarrollar estrategias de afrontamiento, pero como afirma Josef Pieper en su libro sobre el concepto de pecado, solo el perdón alcanza a reparar el daño causado. Muchas son las filosofías que se acercan a la explicación del mal y de la responsabilidad de la persona ante el pecado, pero no tienen el poder de ese Alguien que nos perdona de raíz.

Los otros, los que conviven con el enfermo, familiares y amigos y la sociedad en general, también quedan afectados por la enfermedad. Las relaciones se entorpecen. A veces cuanto mayor es la proximidad más roza la herida.

Recuerdo aquel enfermo de Sida, en los inicios de la enfermedad, cuando ésta era mortal, que estaba tan sumamente angustiado que se aislaba de todo el personal escondiendo su dolor, no mostrándose débil, sino todo lo contrario. Era amable y educado. Un encanto de enfermo. En cambio, cuando le visitaba su propia madre lanzaba contra ella toda su frustración, de tal manera que la señora salía siempre llorando ante la agresividad verbal del hijo. Sólo, aquella que le llevó en sus entrañas le servía para descargar su rabia. Solo ella era “madre” ante el dolor del hijo.

El jubileo de la esperanza, en cuanto que quiere devolvernos al estado inicial del bautismo, nos propone el sacramento de la reconciliación como la oportunidad de reconocer el pecado y pedir perdón por los efectos que nuestra enfermedad causa indirectamente en la relación con los demás.

Perdonar a los otros

La imperfección, la tristeza, las torpezas físicas, las obsesiones, la lentitud, los miedos, las distorsiones cognitivas y otros efectos de la enfermedad suelen ser mal tolerados por los demás.


Se tiende a querer ocultar al enfermo. ¿Por qué no se retira tal o cual líder, pastor, político que padece tal enfermedad? El baremo de normalidad es muy estricto.

La productividad a la que nos somete el mundo hace que el enfermo quede marginado. El Papa en la bula habla de la paciencia. Algo que el enfermo debe aprender forzosamente y que no es tan fácil que los demás entiendan: Dice: “estamos acostumbrados a quererlo todo y de inmediato, en un mundo donde la prisa se ha convertido en una constante. Ya no se tiene tiempo para encontrarse, y a menudo incluso en las familias se vuelve difícil reunirse y conversar con tranquilidad. La paciencia ha sido relegada por la prisa, ocasionando un daño grave a las personas. De hecho, ocupan su lugar la intolerancia, el nerviosismo y a veces la violencia gratuita, que provocan insatisfacción y cerrazón”.

Si bien, las frases hechas, los remedios para todo, las ciencias y pseudociencias al alcance de cualquier espectador de televisión o buceador de internet hacen que el enfermo se sienta inútil ante las soluciones que le proponen los demás. A modo de ejemplo y para poner un poco de humor, recuerdo haber tenido que escuchar “consejos” absurdos referentes al Parkinson. “eso se quita con un café” y este otro: “bañándote con agua muy caliente, casi quemando, recuperas la movilidad”.

La razón principal viene dada porque  la enfermedad causa una cierta angustia en el otro. Por eso cuesta visitar enfermos, porque la enfermedad causa una cierta desazón en el visitante. La manera de frenar o sacar fuera esa angustia es eludiendo toda responsabilidad respecto al enfermo. Se le aconseja y recetan remedios sin ser profesionales de la salud, o al revés se envía a la asociación de afectados de esa enfermedad para que se sienta protegido. Se profesionaliza la relación con el enfermo. Los famosos grupos de autoayuda que tanto bien hacen pero que son un signo de la claudicación de la sociedad a tolerar e integrar a los que tienen alguna peculiaridad.

Los demás, entre los cuales también estamos nosotros, aun cuando estando enfermos entramos en contacto con otras dolencias diferentes a las nuestras, no tenemos por qué entender la enfermedad del otro.

El problema, es cuando por la incomprensión de nuestra enfermedad, vamos aislándonos individualmente o agrupándonos en un gueto exclusivo para pacientes como nosotros.

Los otros, los que no comprenden nuestra enfermedad, tienen todo el derecho a no saber, opinar e intentar “ayudar” para quedarse tranquilos. La buena voluntad es mucha, aunque se pueda hacer daño con unas palabras desacertadas. Lo podamos recibir como una agresión o cómo una buena intención inadecuada, depende de nosotros. El perdón, de entrada, facilita el diálogo y del perdón sale la verdad.

El jubileo nos invita a vivir la reconciliación. Si hemos acumulado rencores e incomprensiones, el año de gracia que supone el jubileo nos lleva a restablecer las buenas relaciones con nuestro entorno. Nos dice nuevamente el papa en la bula de convocación: “En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad. Que el Jubileo sea para todos, ocasión de reavivar la esperanza

Reconciliados y reconciliadores

El jubileo nos permite entrar en la dinámica del perdón, recibido y dado. Es ese volver a los inicios.

Si la enfermedad causa un malestar, que a su vez repercute en los síntomas negativamente, está comprobado también que aun siendo inevitables muchas veces el mal humor y la tristeza, el estado de ánimo ayuda a vivir la enfermedad de otra manera y parece ser que mejora los síntomas. Una amiga, esposa y madre, perteneciente a uno de los grupos de matrimonios de la parroquia, enfermó de cáncer. Habiéndose de hospitalizar durante tres meses. Al cabo de un tiempo, le pregunté sobre su estado de ánimo, haciéndole ver que me sorprendía su buen humor. Me dijo: “No he elegido esta enfermedad, no puedo, pero sí quiero elegir la manera de vivirla”.

En clave jubileo de la esperanza, la enfermedad se vive diferente. Acabo con otro fragmento de la bula.  “Pero todos, en realidad, necesitamos recuperar la alegría de vivir, porque el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26), no puede conformarse con sobrevivir o subsistir mediocremente, amoldándose al momento presente y dejándose satisfacer solamente por realidades materiales. Eso nos encierra en el individualismo y corroe la esperanza, generando una tristeza que se anida en el corazón, volviéndonos desagradables e intolerantes”.