He leído con mucho entusiasmo los Escritos autobiográficos (Cristiandad, 2023) de Josep Pieper (1904-1997), quien me acompañó en mi formación universitaria y aún sigo leyendo con gusto y provecho. Empecé con El ocio y la vida intelectual en el año 1976, su propuesta me sirvió para darle forma al ensayo que presenté en la asignatura de Literatura sobre la narrativa de José María Arguedas acentuando el carácter mágico de los escritos del novelista peruano. Luego vinieron Defensa de la filosofía, Una teoría de la fiesta, El descubrimiento de la realidad, entre otros. Su libro Virtudes fundamentales es el eje del capítulo que dedico a la ética de las virtudes en un curso que dicto. Con sus Escritos autobiográficos, ahora, se desvela el perfil intelectual de este gran conocido y maestro.
Pieper fue un filósofo neotomista en diálogo con su tiempo. Como lo menciona, “no se trataba en primer lugar de Tomás de Aquino. Lo que quería no era saber lo que otros han pensado, sino cómo es la verdad de las cosas”. Su hallazgo inicial le dio sustancia a su labor filosófica. Dice: “de golpe pude poner también en palabras claras lo que vislumbraba confusamente: “Todo deber ser se funda en el ser; el bien es lo conforme a la realidad. Quien quiere conocer y hacer el bien, tiene que dirigir su mirada al mundo objetivo del ser, no a la propia «intención», ni a la «conciencia», ni a los «valores», ni a «ideales» y «modelos» establecidos por uno mismo. Tiene que prescindir de su propio acto y mirar a la realidad”. Aquí está la piedra de toque de la mirada agradecida con la que Pieper se dirigió a la realidad. Una actitud esencial de respeto y asombro.
El estilo y la forma del quehacer filosófico de Pieper se manifiesta en la reflexión que hizo cuando recibió el premio Balzan. Lo expone así: “tras volver a casa… pude leer finalmente con tranquilidad el certificado en letras doradas sobre pergamino y con gran alegría encontré mencionado por primera vez como razón de la distinción exactamente lo que de hecho siempre fue ante todo mi intención: expresarme en un lenguaje comprensible, no técnico, “capaz de despertar en gentes de todo el mundo la conciencia filosófica sobre las preguntas últimas de la existencia humana”. Y aunque suene a alabanza de mí mismo, decir esto no me avergüenza”. Esta ha sido la impronta de sus escritos: claridad y sencillez para expresar la realidad.
Tuvo siempre, desde luego, “un profundo y agradecido respeto por los detallados conocimientos y por la fatiga del erudito, del especialista, que dispone de un conocimiento completo de su ámbito y tiene a mano en cada caso la publicación más reciente; pero la filosofía estuvo para mí desde siempre bajo otro signo. Y poder decir algo como profesor de filosofía en el ámbito de la universidad, eso es lo que yo quería hacer. Que al hacerlo no correspondiera completamente, y tal vez en absoluto, a la imagen del «erudito» ni tampoco del «profesor universitario», de eso era totalmente consciente. Pero lo aceptaba, aunque de vez en cuando me pesara en la conciencia”. Como su maestro Tomás de Aquino, su filosofía no desarrolla ningún sistema de pensamiento.
Ocio, trabajo, teoría, contemplación y fiesta son dimensiones humanas sobre las que Pieper reflexiona. Señala, por ejemplo, que “celebrar una fiesta significa vivir y realizar de manera no cotidiana, en una ocasión especial, el continuo consentimiento al mundo y la existencia”. Una fiesta es, pues, celebrar -de un modo estelar- la vida, la existencia, la presencia del otro. Lo hemos experimentado en estas fiestas navideñas que, incluso en sus exageraciones, deja ver la realidad sacra de la fiesta, en donde lo divino y lo terreno se besan. En este mismo orden de ideas, Benedicto XVI, citando a Pieper, señala que la piedra de toque de una relación interpersonal festiva es la capacidad de poder decirle al otro: ¡qué bueno que tú existas! De ahí que, la amistad, el amor, las relaciones filiales alcanzan su madurez cuando en cada encuentro nos dejamos tocar por la verdad, bondad y belleza que anida en el ser de cada persona. Una realidad, anota Pieper, comprendida “únicamente por quien está convencido de que en medio de la existencia cotidiana realmente existe eso radicalmente no cotidiano que llamamos misterio”.
Pieper fue un gran viajero, invitado de un continente a otro, de Oriente a Occidente. Como profesor visitante, recorrió universidades, institutos de todo el mundo. En cada país y ciudad recorría sus calles. Conversó con alumnos, profesores, con el común de la gente. No le ha faltado el tono amable a sus agudas observaciones. Ha sido, por esta intensa vida intelectual, testigo y actor lúcido del siglo XX.
Las páginas sobre su hijo Thomas, fallecido prematuramente en USA con menos de 30 años, son conmovedoras. Y, especialmente, son delicados los párrafos dedicados a su esposa. Ella fue una gran artista plástica y hábil jardinera. Sus últimos años los pasó postrada e iba perdiendo el habla y la memoria. “Un día por la tarde -cuenta Pieper- quiso que me sentara junto a ella, porque tenía que decirme algo importante; habló de manera inusualmente seria. Y luego pasó su brazo por mi hombro y dijo algo que jamás olvidaré. (…) Evidentemente, mi esposa no quería llegar a irse sin una palabra de despedida. Sentía que ella iba cuesta abajo y temía tal vez un día ya no poder pensar ni hablar con claridad. Así, pasándome el brazo por el hombro, dijo una única frase maravillosa, destinada exclusivamente para mí. Aunque la dijo susurrando, sonó como un juramento. Luego, tomamos nuestro té y escuchamos música, como de costumbre”.
Pieper contempló siempre con agradecimiento la realidad en su totalidad, con sus miserias y júbilos. No sucumbió ante los horrores del siglo XX. Su natural optimismo y su hondo sentido cristiano de la vida le llevaron a comprender que la felicidad, como puro regalo, es algo muy divino, acrisolado en los gozos del Tabor y el Vía Crucis del Calvario.