A las 10:00 de esta mañana, en la Plaza de San Pedro, el Santo Padre Francisco presidió la solemne celebración litúrgica del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor.
Publicamos a continuación la homilía que el Papa Francisco pronunció tras la proclamación
de la Pasión del Señor según San Mateo:
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Homilía del Santo Padre
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es la invocación que la Liturgia nos hace repetir hoy en el Salmo responsorial (cf. Sal 22,2) y es la única pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que hemos escuchado. Son, pues, las palabras que nos llevan al corazón de la pasión de Cristo, al punto culminante de los sufrimientos que padeció para salvarnos.
El sufrimiento de Jesús fue grande y cada vez que escuchamos el relato de la pasión nos
conmueve. Sufrió en el cuerpo: de las bofetadas a los golpes, de la flagelación a la corona de
espinas, hasta llegar al suplicio de la cruz. Sufrió en el alma: la traición de Judas, las negaciones de
Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los guardias, los insultos bajo la cruz, el
rechazo de muchos, el fracaso de todo, el abandono de los discípulos. Sin embargo, en todo este
dolor, a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Había dicho: «El Padre y yo somos una
sola cosa» (Jn 10,30), «yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (cf. Jn 14,10). Pero ahora sucede
lo impensable; antes de morir grita: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Este es el sufrimiento más lacerante, el del espíritu; en la hora más trágica, Jesús experimenta el abandono de Dios. Nunca antes había llamado al Padre con el nombre genérico de Dios. Para transmitirnos la fuerza de aquel acontecimiento, el Evangelio indica la frase también en arameo: «Elí, Elí, lemá sabactani» (Mt 27,46); es la única, entre las pronunciadas por Jesús en la cruz, que nos llega en la lengua original y que encontramos tanto en Mateo como en Marcos (cf. Mc 15,34). El acontecimiento es, pues, real y el abajamiento es extremo. El Señor llega a sufrir por amor a nosotros, lo que nos es difícil incluso de comprender. Ve el cielo cerrado, experimenta la amarga frontera del vivir, el naufragio de la existencia, el derrumbamiento de toda certeza. Grita el “por qué” de los “por qué”. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El verbo “abandonar” en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de extremo dolor: en amores fracasados, negados y traicionados; en hijos rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la opresión de la injusticia y la soledad de la enfermedad. En fin, en las más dramáticas heridas de las relaciones. Cristo llevó todo ello a la cruz, tomando sobre sí el pecado del mundo. Y en el momento culminante, el Hijo unigénito y amado experimentó la situación que le era más ajena: la lejanía de Dios.
Pero, podemos preguntarnos, ¿por qué llegó a ese punto? La respuesta es una sola: por
nosotros. Se hizo solidario con nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros hasta las últimas
consecuencias. Para que ninguno de nosotros pudiera considerarse solo e insalvable. Experimentó el
abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre. Hermano,
hermana, lo hizo por ti, por mí, para que cuando tú, yo, o cualquiera se vea entre la espada y la
pared, perdido en un callejón sin salida, sumido en el abismo del abandono, absorbido por el
torbellino del «por qué», pueda tener esperanza. No es el final, porque Jesús ha estado allí y está
ahora contigo. Él, el Padre y el Espíritu sufrieron el alejamiento del abandono para acoger en su
amor todos nuestros distanciamientos. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas, en
mi desolación, cuando me siento traicionado, descartado y abandonado, Tú estás ahí, Jesús. En mis
fracasos, Tú estás conmigo. Cuando me siento errado y perdido, cuando ya no puedo más, Tú estás
ahí, Tú estás conmigo. En mis «por qué» sin respuesta, Tú estás conmigo.
Así es como el Señor nos salva, desde el interior de nuestros «por qué». Desde ahí despliega la esperanza. En la cruz, de hecho, aunque se sienta abandonado completamente, no cede a la desesperación, sino que reza y se encomienda. Grita su “por qué” con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega en las manos del Padre, aun sintiéndolo lejano (cf. Lc 23,46). En el abandono se entrega. No sólo eso, sino que en el abandono sigue amando a los suyos que lo habían dejado solo y perdona a los que lo crucifican (v. 34). Así es como el abismo de nuestra maldad se hunde en un amor más grande, de modo que toda nuestra separación se transforma en comunión; toda distancia en cercanía; toda oscuridad en luz. El culmen de nuestra miseria es abrazado por la misericordia. He aquí quién es Dios y cuánto nos ama. ¡Cuánto nos quiere! ¡Cuánto le hemos costado!
Hermanos y hermanas, un amor así, todo para nosotros, hasta el extremo, puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne, capaces de piedad, de ternura, de compasión. Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y amarlo en los abandonados. Porque en ellos no sólo hay personas necesitadas, sino que está Él, Jesús abandonado, Aquel que nos salvó descendiendo hasta lo más profundo de nuestra condición humana. Por eso quiere que cuidemos de los hermanos y de las hermanas que más se asemejan a Él, en el momento extremo del dolor y la soledad. Hoy hay tantos «cristos abandonados». Hay pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte; hay pobres que viven en los cruces de nuestras calles, con quienes no nos atrevemos a cruzar la mirada; emigrantes que ya no son rostros sino números; presos rechazados, personas catalogadas como problemas. Pero también hay tantos cristos abandonados invisibles, escondidos, que son descartados con guante blanco: niños no nacidos, ancianos que han sido dejados solos, enfermos no visitados, discapacitados ignorados, jóvenes que sienten un gran vacío interior sin que nadie escuche realmente su grito de dolor.
Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos del Abandonado, nadie puede ser marginado; nadie puede ser abandonado a su suerte. Porque, recordémoslo, las personas rechazadas y excluidas son iconos vivos de Cristo. Nos recuerdan la locura de su amor, su abandono que nos salva de toda soledad y desolación. Pidamos hoy la gracia de saber amar a Jesús abandonado y saber amar a Jesús en cada persona abandonada.
Pidamos la gracia de saber ver y reconocer al Señor que sigue gritando en ellos. No dejemos que su
voz se pierda en el silencio ensordecedor de la indiferencia. Dios no nos ha dejado solos; cuidemos
de aquellos que han sido dejados solos. Entonces, sólo entonces, haremos nuestros los deseos y los
sentimientos de Aquel que por nosotros «se anonadó a sí mismo» (Flp 2,7).