El sacerdote D. José Antonio Senovilla ofrece a los lectores de Exaudi este artículo sobre la Inmaculada Concepción de María, la Purísima lo fue en la Concepción Inmaculada de su Hijo Bendito y también en la nueva concepción de todos nosotros al pie de la Cruz, cuya fiesta celebramos cada 8 de diciembre.
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“Qué pregón tan glorioso para ti, Virgen María, porque de ti ha nacido el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios” (Antífona de Comunión en la Misa en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María).
Dios creó el mundo por amor, y ante el pecado del hombre, decidió redimirlo, también por amor. Y para eso diseñó un plan salvífico. Y de ese plan quería que participara el hombre, pero era un plan era impensable para el propio hombre, de puro grandioso, divino. Y así lo hizo. Y decidió enviar a su Hijo para que se hiciera uno de nosotros. Pero para un Dios hecho hombre se necesitaba una madre. Y la hizo. Y la hizo Pura, Limpia, Sin Mancha alguna de pecado, para que reflejara sin trabas la Belleza de Dios, la Luz de Dios: del Padre; de su Hijo querido; y del Espíritu divino, que la hizo dívidamente fecunda. Y Ella, la Pura, la Limpia, La Inmaculada, la Concebida Sin Pecado, engendró al Hijo, a su Niño-Dios. Y luego, esa misma Virgen Madre nos acoge a todos nosotros en un nuevo nacimiento: el de hijos de Dios.
Toda esta maravilla nos habla del compromiso de Dios con el hombre, de hasta dónde es capaz de llegar Dios por salvar a los que creó con tanto amor a su imagen y semejanza. Sorprende lo que pidió Dios a Abraham, el sacrificio de su hijo amado: pero aquello solo era una prueba de fe. Lo que Dios perdonó a Abraham no se lo perdonó a sí mismo: Él sí entregó a su Hijo Unigénito a la muerte, por amor a cada uno de nosotros. Entregó al Inocente, y con Él a la Madre Bendita. La Purísima lo fue en la Concepción Inmaculada de su Hijo Bendito, y lo fue también en la nueva concepción de todos nosotros al pie de la Cruz.
“Purísima había de ser
la Virgen que nos diera al Cordero inocente
que quita el pecado del mundo.
Purísima la que destinabas entre todos,
para tu pueblo,
como abogada de gracia,
y ejemplo de santidad” (del Prefacio de la Misa en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María).
¿Y en qué nos afecta a nosotros toda esta maravilla? Nos ayuda en todo, porque así sabemos que tenemos un Padre celestial siempre cercano: también cuando nos equivocamos. Y tenemos también una Madre en el Cielo. Ella delante de Dios lo puede todo, y ha aprendido del mismo Dios a hacer todo por nosotros: nos ayuda siempre.
María es la Pureza Virginal. Y si acudimos a Ella, hace que nuestro corazón se mantenga puro y se purifique de faltas pasadas. ¡Ave María Purísima! ¿Cuántas veces hemos pronunciado esta jaculatoria? Cada vez que lo hicimos saltó de gozo su Corazón Inmaculado.
Pronunciar el nombre de María llena nuestro corazón de dulzura: es el Dulce Nombre de María. Decimos su nombre y es una llamada: “¡María!”. Y Ella inmediatamente acude en nuestra ayuda: como una buena madre acude cuando la llama su hijo: “¡Mamá!”. Ella siempre está disponible: Ella siempre acude de inmediato.
¿Quién pronunció mejor el nombre de María? Jesús. Y Ella, ¿qué hacía? Dejaba todo de inmediato y respondía siempre: “Dime, Jesús”. Y acudía donde Él se encontrara.
Dios puso ese nombre a la que había de ser su hija predilecta, su madre, su esposa. A la Inmaculada Virgen que trajo al mundo la Redención.
Al ser tu Madre, cuando tú pronuncias el nombre de María, Ella te contesta pronunciando el tuyo: llamándote a ti por tu nombre. Pero ninguna criatura pronuncia así tu nombre, con esa dulzura. Lo pronuncia como ve que lo hace Jesús…
¡La voz de María! Cuando Ella saludó a Isabel, la madre y el hijo se llenaron del Espíritu Santo…¡Qué pura y dulce es María! ¡Cómo cumple en nosotros el encargo de su Hijo desde la Cruz!
Dios no necesita nada de nosotros. Y sin embargo lo hace todo por nosotros. ¿Cómo pagarle tanto bien? ¿Cómo hacer más pura nuestra intención? ¿Intentando devolverle lo que Él nos da? ¡Imposible! Él quiere que todo el bien que nos hace se lo paguemos haciendo el bien a los demás, mostrándoles así la cercanía de Dios. Lo que hace por nosotros quiere que se lo paguemos en especie: en los demás.
Pero a veces esa tarea se hace ardua. Y ahí es donde nos ayuda de un modo definitivo el pronunciar el nombre de la Inmaculada Virgen María… y oír nuestro nombre en sus labios.
Esto ocurre siempre, pero de modo muy especial en el momento de la tentación: la llamamos y Ella acude inmediatamente a nuestro lado: a defendernos y a defender a su Hijo que está refugiado en nuestro corazón. Y entonces, si de verdad nos damos cuenta de que Ella está ahí, junto a nosotros, nos sentimos seguros. Nadie podrá arrancarnos la pureza, la alegría y la paz si la Purísima, la Causa de nuestra alegría y Reina de la Paz está junto a nosotros. La pureza y la humildad de María confunden y vencen siempre a enemigo. Y jamás se ha oído de decir que Ella haya dejado de acudir en defensa de un hijo que la invoca. ¡Jamás!
“Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor” (Efesios 1, 4). Y Él nos da los medios para conseguir una meta tan inalcanzable por nuestras propias fuerzas. Y ahí interviene la pureza inmaculada de María.
Éste es el gran sencillísimo remedio: cuando tenemos miedo, y siempre: llamar a nuestra Madre a nuestro lado. ¡María! ¡Madre! Éste es el gran remedio para llenar de pureza los corazones, en las calles, en los trabajos, en los centros de enseñanza, en los medios de comunicación, en las redes sociales… La tarea es imponente. Ahí, muchos no saben lo que hacen, y por eso se hacen daño dejando que la impureza entre en sus corazones. Pero María ha vencido ya esta batalla, Ella es nuestra Esperanza, Ella traerá la Paz de nuevo a los corazones de tanta gente confundida, y lo hará con el Triunfo de su Corazón Inmaculado. Así lo prometió y así lo cumplirá (cfr. Consagración del Mundo al Corazón Inmaculado de María, realizada por San Juan Pablo II en Roma el 25 de marzo de 1984).
Y también podemos cantar a nuestra Madre Inmaculada con corazón de niños, seguros de que a Ella le gustará, porque es un canto para gloria de Dios: “Eres más pura que el sol, más hermosa que las perlas que ocultan los mares. Solo tú entre tantos mortales fuiste libre del yerro de Adán (…). Y en el Cielo una voz repetía: Más que tú… solo Dios solo Dios” (Joaquín Díaz, Canción).