Humanismo y santidad

Educar el buen gusto literario es educar en humanidad

Charles Moeller (1912-1986) es un profundo conocedor de la literatura occidental. Acudo con frecuencia a los varios tomos de su Literatura del siglo XX y Cristianismo y leí, muy gustosamente, Sabiduría griega y paradoja cristiana. Ediciones Encuentro ha tenido el acierto de publicar el libro que está al inicio de estos dos últimos: Humanismo y santidad. Testimonios de la literatura occidental (2023). Aparecen en este libro los temas centrales de su visión literaria desarrollados ampliamente en los textos posteriores.

Humanismo y santidad responde a la inquietud del autor de “dar a los jóvenes «poetas» una cultura auténticamente humana, iniciarlos, con ayuda de las obras maestras, en los problemas del humanismo—¿qué hay que hacer para ser un hombre? — y, al propio tiempo, infundirles el sentido cristiano”. El mundo tiene un valor creacional en sí mismo, de ahí que se puedan rastrear, a lo largo de la literatura universal, la expresión de tantos valores humanos que disponen al lector a encontrar la dimensión trascendente de la vida.

“Para los griegos, el ideal supremo de la vida era la gloria, la de las armas o la de las letras”. En nuestro tiempo, la búsqueda de la gloria se manifiesta en el afán de logro, muy propio de la cultura del éxito promovida por la economía de mercado. Es un buen inicio, al que el sentido cristiano de la vida agrega el afán de servicio, de tal modo que no nos detengamos en el lucimiento personal, sino que las justas capacidades adquiridas las pongamos al servicio del prójimo: que las buenas obras manifiesten que allí está Cristo elevado en la cumbre de las actividades humanas.

“Los héroes griegos -señala Moeller- saben que con la muerte acaba todo y que es imposible ser dios. Pero, y esta es la segunda característica del héroe, ese sentimiento no engendra en ellos, como en los orientales, el fatalismo, el «estaba escrito» del islam: un heleno jamás consentirá en abandonarse a la ociosidad o a los sueños estériles, porque la muerte sea el fin de todo. Mas los griegos tampoco se lanzan, como muchos occidentales, a una actividad febril, absorbente, que impide pensar”. Ni abandono ni activismo. El activismo contemporáneo -entre otras posibilidades- es el camino natural para quien no cree en Dios y en una vida después de la muerte: su horizonte se circunscribe a ser útil y hacer cosas hasta el final hoy y ahora. Se entiende, por eso que, para quien no habita en la Fe, la tentación de la muerte dulce y asistida sea muy fuerte cuando llegue la postración que impide el uso de las facultades intelectuales y motoras.


El romanticismo de Rousseau es, en gran medida, una respuesta al clasicismo aburguesado de la época. Es una vuelta a la sensibilidad.  “Existir es sentir, decía Rousseau. ¿Qué debemos entender por ese «sentir»? Pues abandonarse a la pendiente del ensueño, a la espontaneidad de la Naturaleza sin el control de la razón: Yo no tengo ninguna norma de conducta —dice Rousseau—, como no sea la de seguir en todo mi inclinación sin constricción. Hago todo cuanto me halaga, sin otra norma que mi fantasía y sin otra medida que la poca fuerza que me resta”. Espontaneidad desbocada, sentimientos desbordados que excluyen la razón y la voluntad, dimensiones, igualmente, integrantes del ser humano. Nietzsche, por el contrario, buscará superar al hombre por la vía de la voluntad de poder, una altanería orientada a traspasar los límites de lo humano. Nada de dulzuras, sino más bien una personalidad labrada a martillazos.

Moeller ve las luces y sombras de estas propuestas, dice: “Tanto en el clasicismo como en el romanticismo hay, pues, valores humanos y valores cristianos: equilibrio humano, por un lado, aspiración a lo absoluto heroico o místico, por otro; sentido cristiano de los valores terrenos, por una parte, sentimiento de la necesidad de lo infinito, por otra. Mas también existe peligro de «burguesismo» racionalista, por una parte, y peligro de locura inhumana, infrahumana, por otra; peligro de volver la espalda a la santidad, en uno, peligro de zozobrar en una grandeza altanera, naturalista, demoníaca, en otro”. Por tanto, la moderación del clásico, la afabilidad de Montaigne, el ensueño del romántico, el laboratorio de Goethe, la furia del voluntarista, aunque no sean la estación final, abren camino a la trascendencia, ya sea por continuidad o por contraste.

Decía San Juan Pablo II que Cristo revela al hombre quien es el hombre y en este conocimiento de los radicales más profundos de la condición humana, los grandes libros de la literatura de todos los tiempos, son un camino para comprender los distintos pliegues del ser humano. “Un cristiano -apunta Moeller- debe hacer fructificar sus talentos por una razón insinuada ya: el humanismo terreno pone al hombre en una disposición óptima para la santidad; por sí mismo, dicho humanismo no nos hace santos, pero nos permite ser santos de una manera más profunda, más equilibrada. En otras palabras, no es indiferente que la gracia mística caiga sobre un terreno inculto desde el punto de vista humano o, por el contrario, sobre una tierra cultivada, es decir, sobre un alma refinada, equilibrada por el humanismo”. Educar el buen gusto literario es educar en humanidad.