José Luis Olaizola, un gran novelista, con más de veinte títulos y infinidad de lectores, premio Planeta de novela, cuenta su historia. Es ésta:
“Yo era el pequeño de nueve hermanos. Bibiano era de los de en medio. Mi madre falleció cuando yo tenía un año y la familia quedó un tanto desarbolada y éramos poco creyentes, por no decir nada. Por ejemplo, mi padre no asistió a mi Primera Comunión.
A Bibiano le tocó participar en tres guerras y perdió las tres. Cuando cumplió los dieciocho años, hubo una guerra civil en España, que fue de 1936 a 1939, y le tocó formar parte de un batallón comunista, que fue derrotado por otros militares del mismo bando rojo. Luego a ese bando rojo lo derrotaron los ejércitos de Franco, segunda guerra que perdió, y no le quedó más remedio que irse a Rusia, formando parte de una denominada División Azul, a luchar con los alemanes contra los rusos, y fue la tercera guerra que perdió. Pero esta última con graves consecuencias: fue designado una noche para dar un golpe de mano contra un nido de ametralladoras, en el lago Ilme, en un invierno de 20 grados bajo cero, y una granada le destrozó la pierna. Se dio cuenta de que se iba a morir y decidió rezar el Señor Mío Jesucristo, pero no se lo sabía. No lo había vuelto a rezar desde que salió del colegio. Lo intentó con el Yo pecador, con el mismo resultado: no se lo sabía. Pensó que iba a morir como un perro, y prefirió que fuera cuanto antes, por eso, a los camaradas que fueron en su ayuda les pidió que le pegaran un tiro. No podía soportar el dolor de las heridas.
Afortunadamente no le hicieron caso, le amputaron una pierna, volvió a España, se hizo médico, y al poco conoció el Opus Dei y aquel descreído pidió la admisión como supernumerario, y comenzó a santificar su vida. Mi hermano Bibiano llegó a ser subdirector de uno de los principales hospitales de España, salvó la vida de cientos de personas, algunos no solo física, sino espiritualmente.
Y comenzó a preocuparse de mí, que andaba bastante despistado, y con un pasado penoso. Había sido un pésimo estudiante, dedicado al deporte, y gracias a una mujer que se cruzó en mi camino, Marisa, me casé con ella, logré terminar la carrera de Derecho y comenzar a ganarme la vida como abogado.
Bibiano me presentó a Eugenio Jiménez, ingeniero industrial, que con enorme paciencia logró dar un vuelco a mi vida. Le llevó más de dos años. Me hablaba del Opus Dei, que al principio me sonaba a chino. Luego me parecía una cosa interesante, pero que poco tenía que ver conmigo. Me parecía muy bien lo de la santidad, pero para otros. Se molestaba en que fuera a retiros de los que salía un poco mejor, pero con una mejoría transitoria. Me enteré que uno de ellos, que había hecho conmigo las Milicias Universitarias, le dijo a Eugenio, lo que era evidente: “No te molestes, José Luis Olaizola no entiende nada”.
Eugenio no hizo caso de tan prudente advertencia, siguió insistiendo, y consiguió que entendiese algo y hasta que se despertara en mí la vocación al Opus Dei, como supernumerario, en la que persevero desde hace más de cincuenta años.
Yo que me movía en el mundo de la abogacía, rodeado de buenos oradores, no recuerdo que Eugenio lo fuera, más bien se expresaba morosamente, pero con tal dosis de paciencia que suplía cualquier otra deficiencia. Además tenía una virtud admirable: la tenacidad para hacer el bien. Gracias a esa tenacidad de Eugenio entré a formar parte de la Obra, y me siguieron mi mujer, mi hermana, una sobrina, como numeraria, dos de los pasantes de mi bufete de abogados, y un buen número de amigos míos, y todavía muchas más amigas de mi mujer.
En los últimos años de su vida, presa del Alzheimer, Eugenio los vivió con la cabeza perdida, quizá ni se acordaba de Dios, pero Dios siempre se acordaba de él y del enorme bien que hizo en vida. ¿Cuántos, como yo, se han beneficiado de la indudable santidad de Eugenio Jiménez?
Difícil de olvidar a aquel joven ingeniero industrial, que creyó en mí, quien daba muy pocas muestras de entender algo.