“Herir a una mujer es ultrajar a Dios, que tomó la humanidad de una mujer”, de María, ha subrayado el Papa Francisco durante la homilía pronunciada esta mañana en la Basílica Vaticana, donde ha presidido la Misa por la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios.
“Mientras las madres dan la vida y las mujeres conservan el mundo, trabajemos todos para promover a las madres y proteger a las mujeres. Cuánta violencia hay contra las mujeres. Basta”, ha acentuado el Pontífice. La celebración se enmarca dentro de la octava de Navidad y ha coincidido con la 55ª Jornada Mundial de la Paz sobre el tema: “Diálogo entre generaciones, educación y trabajo: instrumentos para construir una paz duradera”.
Eligió el silencio
En su predicación ha invitado a pensar en el sufrimiento de la Virgen en la noche de Belén: “Ella tuvo que pasar por ‘el escándalo del pesebre’. Mucho antes que los pastores, también ella había recibido el anuncio de un ángel, que le había dicho palabras solemnes, hablándole del trono de David: ‘Concebirás y darás a luz un hijo, al que le pondrás el nombre de ‘Jesús’. Este será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre’ (Lc 1,31-32). Y ahora, después de estas palabras, lo debe colocar en un pesebre para animales. ¿Cómo unir el trono de un rey y el pobre pesebre? ¿Cómo se concilia la gloria del Altísimo y la miseria de un establo?”.
“¿Qué hay de más cruel para una madre que ver a su propio hijo sufrir la miseria?”, ha hecho considerar el Papa. “Es desconsolador. No se podría reprochar a María si se hubiera quejado por toda esa inesperada desolación. Pero no se desanimó. No se desahogó, sino que permaneció en silencio. Eligió algo distinto de la queja: ‘María, por su parte —dice el Evangelio—, conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón’ (Lc 2,19)”.
María, a diferencia de los pastores, se muestra pensativa: “El relato y el asombro de los pastores recuerdan la condición de los inicios en la fe. Allí todo es fácil y sencillo, nos alegramos con la novedad de Dios que entra en la vida, que lleva a todos los ámbitos un clima de asombro. Mientras la actitud meditativa de María es la expresión de una fe madura, adulta; de una fe que no acaba de nacer, sino que se ha convertido en generadora. Porque la fecundidad espiritual pasa a través de la prueba. De la tranquilidad de Nazaret, y las triunfales promesas que le hizo el ángel —su inicio—, ahora María se encuentra en el oscuro establo de Belén. Pero es desde allí donde ella entrega a Dios al mundo”.
Conservar meditando
Francisco ha invitado a aprender de la actitud de la Madre de Dios: “conservar meditando. Porque hay ocasiones en que también nosotros tenemos que sobrellevar algunos ‘escándalos del pesebre’. Tenemos la esperanza de que todo va a salir bien, pero de repente cae, como un rayo de la nada, un problema inesperado. Y se crea un conflicto doloroso entre las expectativas y la realidad. Pasa también con la fe, cuando la alegría del Evangelio es puesta a prueba por una situación difícil que nos toca atravesar. Pero hoy la Madre de Dios nos enseña a sacar provecho de este choque. Nos descubre que es necesario, que es el camino angosto para llegar a la meta, la cruz sin la cual no se resucita. Es como un parto doloroso, que da vida a una fe más madura”.
“¿Cómo realizar este paso?, ¿cómo superar el choque entre lo ideal y lo real?”. El Pontífice ha aconsejado actuar como María, con esta doble actitud: “María, en primer lugar, conserva, es decir, no desperdiga. No rechaza lo que ocurre. Conserva en el corazón cada cosa, todo lo que ha visto y oído. Las cosas hermosas, como lo que le había dicho el ángel y lo que le habían contado los pastores. Pero también las cosas difíciles de aceptar, como el peligro que corrió por quedar embarazada antes del matrimonio y, ahora, la angustia desoladora del establo donde tuvo que dar a luz. Esto es lo que hace María: no selecciona, sino que conserva. Acoge la realidad como viene, no trata de camuflar, de maquillar la vida”.
La segunda actitud es: conserva meditando. “El verbo empleado por el Evangelio evoca el entramado de las cosas. María compara experiencias distintas, encontrando los hilos escondidos que las unen. En su corazón, en su oración, realiza este proceso extraordinario, une las cosas hermosas con las feas; no las tiene separadas, sino que las une. Por eso María es la Madre de la catolicidad, forzando el lenguaje podemos decir que María es católica porque une, no separa. Y así capta el sentido pleno, la perspectiva de Dios. En su corazón de madre comprende que la gloria del Altísimo pasa por la humildad; ella acepta el plan de salvación, por el cual Dios debía ser recostado en un pesebre. Contempla al Niño divino, frágil y tiritando, y acoge el maravilloso entramado divino entre grandeza y pequeñez”.
La mirada de las madres
El Sucesor de Pedro ha dicho que la mirada de María —inclusiva, que supera las tensiones y meditativa— es la mirada de las madres: “Es una mirada concreta, que no se desanima, que no se paraliza ante los problemas, sino que los coloca en un horizonte más amplio. Y así hace María hasta el Calvario, custodia y medita. Vienen a la mente los rostros de las madres que asisten al hijo enfermo o en dificultad. Cuánto amor hay en sus ojos, que, mientras lloran, saben comunicar motivos para seguir esperando. Su mirada es una mirada consciente, que no se hace ilusiones y, sin embargo, más allá del sufrimiento y de los problemas, ofrece una perspectiva más amplia, la del cuidado, la del amor que renueva la esperanza”.
“Esto hacen las madres”, ha asegurado el Papa: “Saben superar obstáculos y conflictos, saben infundir paz. Así logran transformar las adversidades en oportunidades para renacer y crecer. Lo hacen porque saben conservar, las madres saben custodiar, saben mantener unidos todos los hilos de la vida”. Y ha añadido que “necesitamos personas que sean capaces de tejer hilos de comunión, que contrarresten los alambres espinados de las divisiones, que son demasiados”.
La Iglesia es mujer y madre
“La mirada materna”, en palabras de Francisco, “es el camino para renacer y crecer. Y la Iglesia es madre, es madre así, la Iglesia es mujer, es mujer así. Por eso no podemos encontrar el lugar de la mujer en la Iglesia sin reflejarlo en este corazón de mujer-madre. Este es el lugar de la mujer en la Iglesia, el gran lugar, del que derivan otros lugares más concretos, más secundarios. Pero la Iglesia es madre, la Iglesia es mujer”.
El Pontífice ha finalizado su homilía acudiendo a la intercesión de la Virgen: “Al inicio del nuevo año pongámonos bajo la protección de esta mujer, la Santa Madre de Dios que es nuestra madre. Que nos ayude a conservar y a meditar todas las cosas, sin tener miedo a las pruebas, con la alegre certeza de que el Señor es fiel y sabe transformar las cruces en resurrecciones. También hoy invoquémosla como lo hizo el Pueblo de Dios en Éfeso, repitiendo tres veces su título de Madre de Dios: ‘Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios’”.
Publicamos a continuación la homilía que el Papa Francisco pronunció durante la Eucaristía, tras la proclamación del Evangelio.
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Homilía del Santo Padre
Los pastores encontraron “a María, a José y al niño recién nacido acostado en el pesebre” (Lc 2,16). El pesebre es signo gozoso para los pastores, es la confirmación de cuanto habían escuchado del ángel (cf. v. 12), es el lugar donde encuentran al Salvador. Y es también la prueba de que Dios está junto a ellos; nace en un pesebre, un objeto muy conocido para ellos, mostrándose así cercano y familiar. Pero el pesebre es un signo gozoso también para nosotros. Naciendo pequeño y pobre, Jesús nos toca el corazón, nos infunde amor en vez de temor. El pesebre nos anticipa que se hará comida por nosotros. Y su pobreza es una hermosa noticia para todos, especialmente para los marginados, para los rechazados, para quienes no cuentan para el mundo. Dios llega allí sin ninguna vía preferencial, sin siquiera una cuna. Aquí está la belleza de verlo recostado en un pesebre.
Pero para María, la Madre de Dios, no fue así. Ella tuvo que pasar por “el escándalo del pesebre”. Mucho antes que los pastores, también ella había recibido el anuncio de un ángel, que le había dicho palabras solemnes, hablándole del trono de David: “Concebirás y darás a luz un hijo, al que le pondrás el nombre de “Jesús”. Este será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (Lc 1,31-32). Y ahora, después de estas palabras, lo debe colocar en un pesebre para animales. ¿Cómo unir el trono de un rey y el pobre pesebre? ¿Cómo se concilia la gloria del Altísimo y la miseria de un establo? Pensemos en el sufrimiento de la Madre de Dios. ¿Qué hay de más cruel para una madre que ver a su propio hijo sufrir la miseria? Es desconsolador. No se podría reprochar a María si se hubiera quejado por toda esa inesperada desolación. Pero no se desanimó. No se desahogó, sino que permaneció en silencio. Eligió algo distinto de la queja: “María, por su parte —dice el Evangelio—, conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19).
Es un modo de actuar diferente al de los pastores y al de la gente. Ellos contaron a todos lo que habían visto: el ángel que se apareció en medio de la noche, lo que dijo del Niño. Y la gente, al oír estas cosas, quedó asombrada (cf. v. 18): son palabras y admiración. María, en cambio, se muestra pensativa. Conserva y medita en el corazón. Son dos actitudes distintas que podemos encontrar también en nosotros. El relato y el asombro de los pastores recuerdan la condición de los inicios en la fe. Allí todo es fácil y sencillo, nos alegramos con la novedad de Dios que entra en la vida, que lleva a todos los ámbitos un clima de asombro. Mientras la actitud meditativa de María es la expresión de una fe madura, adulta; de una fe que no acaba de nacer, sino que se ha convertido en generadora. Porque la fecundidad espiritual pasa a través de la prueba. De la tranquilidad de Nazaret, y las triunfales promesas que le hizo el ángel —su inicio—, ahora María se encuentra en el oscuro establo de Belén. Pero es desde allí donde ella entrega a Dios al mundo. Y mientras otros, frente al escándalo del pesebre, se hubieran dejado llevar por el desánimo, ella no: conserva meditando.
Aprendamos de la Madre de Dios esta actitud: conservar meditando. Porque hay ocasiones en que también nosotros tenemos que sobrellevar algunos “escándalos del pesebre”. Tenemos la esperanza de que todo va a salir bien, pero de repente cae, como un rayo de la nada, un problema inesperado. Y se crea un conflicto doloroso entre las expectativas y la realidad. Pasa también con la fe, cuando la alegría del Evangelio es puesta a prueba por una situación difícil que nos toca atravesar. Pero hoy la Madre de Dios nos enseña a sacar provecho de este choque. Nos descubre que es necesario, que es el camino angosto para llegar a la meta, la cruz sin la cual no se resucita. Es como un parto doloroso, que da vida a una fe más madura.
Y me pregunto, hermanos y hermanas, ¿cómo realizar este paso?, ¿cómo superar el choque entre lo ideal y lo real? Actuando, precisamente, como María: conservando y meditando. María, en primer lugar, conserva, es decir, no desperdiga. No rechaza lo que ocurre. Conserva en el corazón cada cosa, todo lo que ha visto y oído. Las cosas hermosas, como lo que le había dicho el ángel y lo que le habían contado los pastores. Pero también las cosas difíciles de aceptar, como el peligro que corrió por quedar embarazada antes del matrimonio y, ahora, la angustia desoladora del establo donde tuvo que dar a luz. Esto es lo que hace María: no selecciona, sino que conserva. Acoge la realidad como viene, no trata de camuflar, de maquillar la vida. Conserva en el corazón.
Le sigue una segunda actitud, ¿cómo custodia María?: conserva meditando. El verbo empleado por el Evangelio evoca el entramado de las cosas. María compara experiencias distintas, encontrando los hilos escondidos que las unen. En su corazón, en su oración, realiza este proceso extraordinario, une las cosas hermosas con las feas; no las tiene separadas, sino que las une. Por eso María es la Madre de la catolicidad, forzando el lenguaje podemos decir que María es católica porque une, no separa. Y así capta el sentido pleno, la perspectiva de Dios. En su corazón de madre comprende que la gloria del Altísimo pasa por la humildad; ella acepta el plan de salvación, por el cual Dios debía ser recostado en un pesebre. Contempla al Niño divino, frágil y tiritando, y acoge el maravilloso entramado divino entre grandeza y pequeñez. Así custodia María, meditando.
Esta mirada inclusiva, que supera las tensiones conservando y meditando en el corazón, es la mirada de las madres, que no separan en las tensiones, custodian y así crece la vida. Es la mirada con la que muchas madres abrazan las situaciones de los hijos. Es una mirada concreta, que no se desanima, que no se paraliza ante los problemas, sino que los coloca en un horizonte más amplio. Y así hace María hasta el Calvario, custodia y medita. Vienen a la mente los rostros de las madres que asisten al hijo enfermo o en dificultad. Cuánto amor hay en sus ojos, que, mientras lloran, saben comunicar motivos para seguir esperando. Su mirada es una mirada consciente, que no se hace ilusiones y, sin embargo, más allá del sufrimiento y de los problemas, ofrece una perspectiva más amplia, la del cuidado, la del amor que renueva la esperanza. Esto hacen las madres. Saben superar obstáculos y conflictos, saben infundir paz. Así logran transformar las adversidades en oportunidades para renacer y crecer. Lo hacen porque saben conservar, las madres saben custodiar, saben mantener unidos todos los hilos de la vida. Necesitamos personas que sean capaces de tejer hilos de comunión, que contrarresten los alambres espinados de las divisiones, que son demasiados. Y esto las madres saben hacerlo.
El nuevo año inicia bajo el signo de la Madre. La mirada materna es el camino para renacer y crecer. Las madres, las mujeres, no miran el mundo para explotarlo, sino para que tenga vida. Mirando con el corazón, logran mantener unidos los sueños y lo concreto, evitando las desviaciones del pragmatismo aséptico y de la abstracción. Y la Iglesia es madre, es madre así, la Iglesia es mujer, es mujer así. Por eso no podemos encontrar el lugar de la mujer en la Iglesia sin reflejarlo en este corazón de mujer-madre. Este es el lugar de la mujer en la Iglesia, el gran lugar, del que derivan otros lugares más concretos, más secundarios. Pero la Iglesia es madre, la Iglesia es mujer. Y mientras las madres dan la vida y las mujeres conservan el mundo, trabajemos todos para promover a las madres y proteger a las mujeres. Cuánta violencia hay contra las mujeres. Basta. Herir a una mujer es ultrajar a Dios, que tomó la humanidad de una mujer, no de un ángel, no directamente: de una mujer. Como de una mujer, la Iglesia mujer, toma la humanidad de los hijos.
Al inicio del nuevo año pongámonos bajo la protección de esta mujer, la Santa Madre de Dios que es nuestra madre. Que nos ayude a conservar y a meditar todas las cosas, sin tener miedo a las pruebas, con la alegre certeza de que el Señor es fiel y sabe transformar las cruces en resurrecciones. También hoy invoquémosla como lo hizo el Pueblo de Dios en Éfeso, repitiendo tres veces su título de Madre de Dios: “Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios”.
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