Uno de los mejores directores del cine francés contemporáneo es Jean-Pierre Jeunet. Su fama alcanzó la cima con El fabuloso destino de Amélie Poulain (2001), conocida simplemente como “Amélie”: una comedia sobre una joven que decide hacer felices a sus conocidos y aún a quienes remotamente conoce. No habiendo encontrado el amor, se maravilla con los pequeños placeres de la vida cotidiana: romper la capa de azúcar que cubre un créme brûlèe o arrojar piedras en el agua de un canal.
Finalmente, el amor la encuentra y la historia culmina felizmente.
Recordar “Amélie” es relativamente fácil. La historia goza de gran simplicidad. Además, los colores, iluminación, texturas y magnífica música de Yann Tiersen generan una atmósfera que se terminan agradeciendo. Jeunet es un excelente narrador. Sabe contar historias. Tal vez por eso vale la pena detenerse en el experimento que el director propone hace algunas semanas: “Amélie: la verdadera historia”.
Con imágenes tomadas de la cinta original, en seis minutos, Jeunet da un giro radical a las cosas: Amélie es presentada como un agente secreto de la KGB que, entre otras cosas, aprende a preparar postres con cianuro. Jeunet busca mostrar que “la cultura de la imagen” está atravesada y configurada por la “narración”. El poder de editar y gobernar el montaje de escenas pueden hacer que un mismo filme cuente otra historia. Al final, quien controla la narración articula las imágenes hacia una dirección precisa. Gobernar la narración es el gran reto. Y el storytelling construye la agenda.
Pensemos en debates públicos de la actualidad: la guerra en Ucrania; la reforma de las pensiones en Francia; los transexuales que ganan competencias deportivas; la celebración de la expropiación petrolera en el Zócalo de la Ciudad de México o las posibilidades de un triunfo opositor en el país azteca en el año 2024. Una parte de la cuestión sin duda son los hechos. Qué sucede realmente. Otra parte, sin embargo, será cómo se cuentan.
En un mundo donde las fronteras entre lo real y lo virtual se desdibujan el escenario es aún más complejo. Las narrativas pueden darle “solidez” a lo que es puramente virtual y evanescente. Más aún, la imaginación personal o social se reconfigura con la narración y de repente, realidades que hasta hace poco me resultaban ajenas, inverosímiles o remotas ingresan en el universo de mis deseos e ilusiones más personales. Modelar la narración para reconfigurar el imaginario es un ejercicio de poder simbólico de alta trascendencia social. Los pueblos se inventan y reinventan a través de las narraciones que hacen de sí mismos.
Una nueva “narrativa” mexicana, latinoamericana y continental se necesita en la actualidad. Es un hecho que nos encontramos presos por discursos altamente polarizantes. Discursos con violencias explícitas o encubiertas. El poder de nuestras palabras requiere ser ejercido. Sin embargo, lo que legitima realmente a la narración no es la autonomía con la que se realiza sino la verdad que eventualmente porta. Narrar la verdad, con modestia, es lo único que puede poner las bases para una reconciliación social que desee ser algo más que una reparación cosmética. La verdad, la dulce verdad, la cruda verdad, otra vez.