Apenas un día después de cumplir sus 87 años, Francisco ocupaba los titulares de los principales medios de comunicación a nivel mundial. Los encabezados decían, jubilosos, más o menos lo siguiente: “el Papa autoriza las bendiciones de las parejas gay”. Y, por una vez, tenían razón. Normalmente los titulares de los medios profanos suelen ser muy tendenciosos, amarillistas, escandalosos, más cuando tratan de asuntos eclesiales. Pero, en esta ocasión, tenían razón. ¿Un triunfo del “lobby gay”? ¿Se confirma la existencia de un “lobby gay” dentro del Vaticano y a altísimo nivel? Yo diría, no. Más bien se trata de un triunfo de la misericordia, de una lanza a favor de la prudencia pastoral, que prima sobre la rigidez del derecho. De una realidad que expresa cómo la Iglesia es una realidad viva, que se resiste a ser encorsetada, y da cauce a las necesidades pastorales del “Pueblo de Dios”.
Pero, vamos por partes. Como en todo, resulta preciso matizar, para no simplificar una realidad compleja, o verla sólo de modo superficial, porque, más en este caso, se trata de un cambio muy profundo. Lo que afirma la Declaración Fiducia supplicans en realidad es muy simple. Estaba ahí, y no nos dábamos cuenta. Simplemente se limita a hacer dos distinciones, una de ellas novedosa. Distingue con claridad primero entre “liturgia” y “piedad popular”. En ese sentido, una cosa son los sacramentos y otra las bendiciones -tradicionalmente consideradas “sacramentales”-. En segundo lugar -y esto es lo novedoso, por eso el documento adquiere la categoría de “Declaración”- establece dos niveles dentro de las bendiciones. Podríamos decir, simplificando, que se tratan de las bendiciones propias del ritual de bendiciones y reguladas por la Iglesia universal, las conferencias episcopales o las diócesis, por un lado (es decir, las bendiciones de siempre) y, por otro, las que pudiéramos denominar “bendiciones espontáneas”, en un nivel inferior. Al mismo tiempo, con un sólido sustento escriturístico, el documento nos ilustra sobre cómo las bendiciones pueden ser, a su vez, “descendentes” (de Dios hacia nosotros) o “ascendentes” (de nosotros a Dios).
El caso es que, en ese nuevo apartado de bendiciones, caben las bendiciones a personas en situación irregular. No sólo parejas del mismo sexo, también parejas heterosexuales que no están casadas religiosamente, sino sólo civilmente o en unión libre. En sentido más amplio a cualquier clase de pecador -todos lo somos-. El único requisito es evitar cualquier equiparación al matrimonio canónico, es decir, crear confusión acerca de la naturaleza del sacramento. En este ámbito, el texto reafirma la doctrina invariable de la Iglesia al respecto: se da únicamente entre mujer y varón, y debe estar abierto a la vida, con intención de permanecer unidos hasta la muerte.
Las bendiciones de parejas del mismo sexo o en situación irregular, entrarían dentro del ámbito de la piedad popular, y se dejarían a la prudencia pastoral del ministro. En este sentido, ¡cuántas veces no se ve “forzado” el sacerdote a bendecir a unos borrachos! (por algún extraño motivo los atraen, por lo menos en México). Pero, en ocasiones, no sólo a borrachos, también a travestis o a prostitutas. ¿Ya olvidamos aquello del Evangelio: “los publicanos y las prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos” (Mateo 21, 31)? Y, en general, a todo pecador, tristemente incluso a narcotraficantes. Nuevamente, todos somos pecadores. El texto afirma con claridad, citando a Francisco: “cuando se pide una bendición se está expresando un pedido de auxilio a Dios, un ruego para poder vivir mejor, una confianza en un Padre que puede ayudarnos a vivir mejor”.
Personalmente me resultan particularmente esperanzadoras las siguientes palabras de Francisco citadas por el documento:
“Las decisiones que, en determinadas circunstancias, pueden formar parte de la prudencia pastoral, no necesariamente deben convertirse en una norma. Es decir, no es conveniente que una Diócesis, una Conferencia Episcopal o cualquier otra estructura eclesial habiliten constantemente y de modo oficial procedimientos o ritos para todo tipo de asuntos […] El Derecho Canónico no debe ni puede abarcarlo todo, y tampoco deben pretenderlo las Conferencias Episcopales con sus documentos y protocolos variados, porque la vida de la Iglesia corre por muchos cauces además de los normativos”
¿Por qué? Por que nos liberan de la camisa de fuerza en la que a veces nos mete el derecho canónico. Y corroboran aquellas otras palabras, tantas veces olvidadas de la Escritura: “la letra mata, pero el Espíritu vivifica” (2 Corintios 3, 6). La rigidez de la norma a veces daña a las personas, eso sucede en todo derecho, pero particularmente en el eclesiástico. Por eso Francisco da un paso histórico dándole un protagonismo pastoral a la prudencia del ministro y, a través de él, a la acción del Espíritu Santo (“El Espíritu sopla donde quiere…” Juan 3, 8), sobre la norma codificada.
Por eso me parece histórico este documento, pues más que una “victoria del lobby gay”, me parece una victoria del Espíritu sobre la norma. Un triunfo de la pastoral sobre el Código. En realidad, la sumisión social al código es reciente -Napoleón lo promulga en 1804-, en la Iglesia es más reciente (1917). En todo caso, se trata de una puesta en práctica de las últimas líneas del último canon del Código (1752): “la salvación de las almas debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia”. Francisco, simplemente, está siendo consecuente con esta máxima, con la que a veces no concuerdan, en la práctica, los 1751 cánones precedentes.