Evocar a nuestros ancestros desde el trauma

El perdón que libera de rencores, cura heridas, dignifica la persona

El mes de noviembre es un tiempo propicio para evocar nuestros difuntos. El catecismo de la Iglesia Católica, cita a san Juan Crisóstomo en una muy consoladora homilía en la que nos habla de la oración a los difuntos: «Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? […] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5).

La reverencia que merece el pasado, la muerte en sí, y si más no, por muy mal que lo hicieran, los que nos dieron la vida, hoy parece romperse cuando retrotraemos lo que hicieron culpándoles de nuestro sino.

Se está imponiendo una práctica de dudosa validez científica dónde se evoca el pasado, para descubrir el origen de los males presentes. Se descubren traumas, hechos, anécdotas que hacen ver que nuestra condición de persona frustrada tiene su origen en aquellos hechos escondidos en nuestra memoria y que cobran luz con estas prácticas de rememoración consciente o inconsciente.

Hay que decir que no en pocos casos las personas que participan en estos eventos, no solo no avanzan en el bienestar emocional, sino que pierden el apoyo que antes tenían en la historia de su pasado. Aquel padre, madre o abuelo pasan a ser referentes de mi historia personal a perturbadores de mi presente.

Me ha llegado la noticia de que estas prácticas se realizan incluso en iglesias católicas que además suelen realizar prácticas también “paranormales” como las famosas misas de sanación, dónde lo fenomenológico prevalece sobre lo litúrgico y teológico.

Pero volviendo al tema de evocar a nuestros progenitores o ancestros desde el trauma, observamos el cambio de paradigma que surge en nuestra época con respecto al juicio o valoración que hacemos de nuestros mayores difuntos o no.

Uno de los factores que cambia es la distancia epistemológica, histórica y temporal que se marcaba como algo establecido entre vivos y muertos, padres e hijos, etc. Era lo que vulgarmente se llamaba el respeto.  La distancia no solo era en el tiempo, ubicando cada uno en su siglo. El pertenecer a una época, a un mundo concreto, suponía la autonomía para residir en su estadio, mundo, época, eternidad. La distancia marcaba un espacio diferente al presente. Ahora esta distancia se rompe. Se juzga, se piensa, se vive, como si aquellos que pertenecían al pasado inaccesible estuvieran en nuestro presente.


Otro factor no menos absurdo es el juzgar con los parámetros culturales del momento presente lo que se hizo en el pasado. Padres que entendieron que lo mejor para sus hijos era el privarlos de según qué influencias o infringir ciertos castigos para doblegar las naturalezas. Se partía por ejemplo de la inclinación hacia el mal, fruto del pecado original. Las teorías de la bondad del niño de Rouseau todavía no se habían implantado.

Educar, ser padres, o docentes es tan complejo que se hace imposible realizarlo a la perfección a no ser que los idealicemos alejándolos de lo que fueron realmente. Es complejo puesto que depende de conjuntar multitud de factores: genéticos, ambientales, culturales, económicos, históricos. Pedagógicos, psicológicos, médicos, legales, etc. No hay disciplina académica que los englobe todos.

Además de cada factor que podemos juzgar como negativo puede haber surgido nuestras mejores cualidades. De una exigencia severa, puede haberse provocado una personalidad ansiosa, pero a la vez se ha podido forjar un espíritu de lucha y superación permanente. El tema es largo y excede la pretensión de este artículo.

El culpar a los ancestros pude ser un simple mecanismo de defensa ante el presente fracasado que se vive.

Trabajar sobre la aceptación de uno mismo puede ser más productivo que hurgar en las heridas del pasado descubiertas o no.

Pero sobre todo lo infaliblemente  terapéutico es el perdón que libera de rencores, cura heridas, dignifica la persona  y nos hace semejantes a Dios que redimió la humanidad perdonando por medio de  su propio hijo entregado a la cruz  para nuestra salvación. Por eso la piadosa costumbre de rezar un padre nuestro ante la tumba de nuestros difuntos es el mejor tributo hacia ellos y el camino para proseguir nuestra vida con un corazón reconciliado. “perdona nuestras ofensas cómo también nosotros perdonamos …”