Monseñor Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo 1 de agosto de 2021, XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, titulada “Jesús: pan de vida”.
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Éxodo 16, 2-4. 12-15: “Voy a hacer que llueva pan del cielo”.
Salmo 77. “El Señor le dio pan del cielo”.
Efesios 4, 17. 20-24: “Revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios”.
San Juan 6, 24-35: “El que viene a mí no tendrá hambre, el que cree en mí nunca tendrá sed”.
¿Por qué buscamos nosotros a Jesús? Acerquémonos en medio de la multitud que sigue a Jesús, escuchemos detenidamente sus palabras, observemos su actitud y examinemos nuestros intereses interiores. ¿Es Jesús pan de vida y salvación para mi persona y mi comunidad?
Es muy comprensible el inicio de este pasaje evangélico. Si Jesús ha dado de comer a miles de personas, lo más natural es que ahora lo quieran seguir a todos lados. Alguien hablaría de populismo, dar al pueblo pan y circo, hacerlo que se olvide de sus problemas y alimentar su estómago.
Jesús no acepta esta búsqueda interesada, sino exige una búsqueda más comprometida y seria. Les hace ver lo equivocado de su actitud y al escuchar la pregunta: “¿Qué obras debemos hacer?”, continuando en el plano de lo exterior y de lo superficial, Cristo los invita a una nueva relación y una nueva forma de vivir.
No es sólo lo exterior, implica un cambio profundo en lo interior. Les pide una única obra: “creer en él” y les hace ver que no basta encontrar solución a la necesidad material, sino que hay que aspirar a la plenitud humana, y esto requiere la colaboración de ellos.
Los invita a trabajar por conseguir el alimento que no acaba, que permanece, el que da la vida sin término, dándole su adhesión a él como enviado de Dios. Es elevar más allá la mirada. Estamos tan absortos y necesitados del pan material que nos ahogamos en la angustia de cada día. “Trabajamos para comer y comemos para poder trabajar”.
Quizás a algunos les parezca escandalosa la propuesta de Jesús, pero desde los signos que nos ofrece al hacer el milagro, nos lleva a comprender que el pan que sacia el hambre, debe ir acompañado también del reconocimiento de la dignidad de cada hombre y de cada pueblo.
Nadie tiene derecho a utilizar el hambre como arma para controlar la voluntad de una persona o de un pueblo. Saciar el hambre, progresar solamente en el aspecto económico y tecnológico, no basta para dar al hombre su verdadero puesto en la creación. Con frecuencia el progreso va unido a nuevas formas de esclavitud y explotación que atan y deshumanizan a la persona.
Es urgente buscar caminos que acaben con el hambre pero no basta, se requieren nuevas formas de acercar a la mesa a los hermanos en unidad y fraternidad, compartiendo y construyendo un mundo donde los individuos y los pueblos alcancen un desarrollo integral y pleno.
Cristo propone una nueva visión de la persona que incluye su realización plena: “No busquen el alimento que perece”. La persona requiere además del alimento su reconocimiento, su realización y su integración en la comunidad. Requiere también esa vida en plenitud con Dios donde encuentra sentido su existencia.
No sé si haya una integración más plena entre dos cuerpos que la que proporciona el alimento. El pan que nos alimenta se convierte en nuestra sangre, en nuestros miembros, en nuestra carne y no podemos decir “aquí tengo un trozo de pan que comí en la mañana” sino que se transforma en nosotros mismos, en nuestros miembros. El aparato digestivo descompone y trabaja los elementos de la tortilla, el frijol o el pan que comemos y da vida y fortaleza a nuestro cuerpo.
Cristo ha escogido el pan como signo de su presencia y de su integración a cada uno de nosotros. El pan tan común en su cultura, tan insignificante y tan indispensable. Compuesto de pequeños granos triturados, descompuesto para dar vida, sostiene a la persona y le da energía para su trabajo.
Llega a ser parte de la misma persona y así se transforma en vida al morir. Cristo ha escogido este signo y se hace para nosotros pan de vida. Se une a nosotros, pasa desapercibido y se convierte en parte nuestra, o, quizás sea mejor decir, nos convierte en parte suya para seguir dando vida.
Quizás no hemos reflexionado profundamente en toda esta transformación y no hemos dado gracias suficientes por este regalo de Jesús que se quiere quedar tan dentro de nosotros hasta formar parte de nosotros mismos, hacerse cuerpo nuestro, hacernos cuerpo suyo.
Creer en esta presencia, creer en Él, es la exigencia que este día nos presenta. Si tomáramos en serio este signo, cómo cambiaría nuestra vida en cada comunión. Nos unimos a Cristo, Él se une a nosotros, y así también nos unimos a todos los hermanos. Es una verdadera comunión que nos deberá llevar a consecuencias muy coherentes en la vida diaria. No tendremos derecho a vivir una vida adormilada e indiferente, sino la tendremos que vivir en plenitud y unidos a Jesús.
No podremos vivir una vida individualista y comodina, sino compartida y comprometida con cada uno de los hermanos a los que nos ha unido Jesús. Es la única obra que nos pide Jesús: “creer en Él”, pero creerlo en serio y de verdad; una fe que lleva a las obras, una fe que no se queda en simples deseos, sino que se transforma en acción y en entrega.
¿Cómo es nuestra fe en Jesús? ¿Qué significa para mí que se haya hecho pan, que entre a alimentarme, que me dé fuerzas y me sostenga? ¿Cómo vivo la comunión con Él y con los hermanos? ¿A qué compromisos sociales y evangelizadores me impulsa la Eucaristía así vivida?
Señor, tú eres el pan de vida, formado de múltiples granos, entregado y triturado para darnos vida, concédenos creer en ti, en tu Eucaristía y entrega para vivir plenamente en comunión contigo y con los hermanos. Amén.