Agustín Ortega, doctor en Humanidades y Teología ofrece a los lectores de Exaudi este articulo titulado “Ética de la propiedad y los bienes en el horizonte de la fe”.
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El Concilio Vaticano II, transmitiendo la Palabra de Dios junto a Tradición con los Santos Padres y doctores de la Iglesia como santo Tomás de Aquino, nos enseña que “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la candad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema, tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, acordándose de aquella frase de los Padres, alimenta al que muere de hambre porque (si no lo alimentas) lo matas, según las propias posibilidades comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes. Ayudando en primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos” (Gaudium et spes 69).
En este sentido, siguiendo a toda esta tradición con el doctor Angélico (Summa Theologica II-II, 66-7) y al magisterio de sus predecesores como san Juan Pablo II, el Papa Francisco afirma que “el principio del uso común de los bienes creados para todos es el ‘primer principio de todo el ordenamiento ético-social’. Es un derecho natural, originario y prioritario. Todos los demás derechos sobre los bienes necesarios para la realización integral de las personas, incluidos el de la propiedad privada y cualquier otro, ‘no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realizaciónl’, como afirmaba san Pablo VI’ (Fratelli tutti, 120). Por ello, como nos sigue comunicando san Juan Pablo II, “la tradición cristiana no ha sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la entera creación: el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes” (Laborem exercens 14).
Como sigue enseñando la Sagrada Escritura y la Tradición con san Pablo VI, “’si alguno tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo es posible que resida en él el amor de Dios?’ (1Jn 3, 17)”. Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen respecto a los que se encuentran en necesidad: “No es parte de tus bienes —así dice San Ambrosio— lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos. Es decir, que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario. En una palabra: el derecho de propiedad no debe jamás ejercitarse con detrimento de la utilidad común, según la doctrina tradicional de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos” (…). “El bien común exige, pues, algunas veces la expropiación si, por el hecho de su extensión, de su explotación deficiente o nula, de la miseria que de ello resulta a la población, del daño considerable producido a los intereses del país, algunas posesiones sirven de obstáculo a la prosperidad colectiva. Afirmándola netamente, el Concilio Vaticano II ha recordado también, no menos claramente, que la renta disponible no es cosa que queda abandonada al libre capricho de los hombres; y que las especulaciones egoístas deben ser eliminadas. Desde luego, no se podría admitir que ciudadanos provistos de rentas abundantes, provenientes de los recursos y de la actividad nacional, las transfiriesen en parte considerable al extranjero por puro provecho personal, sin preocuparse del daño evidente que con ello infligirían a la propia patria” (Populorum Progressio 23-24).
Por tanto, tal como nos transmite el Evangelio de Jesús con la Tradición de la Iglesia, con los Santos Padres como san Agustín, “las riquezas son injustas (Lc 14, 9) o porque las adquiriste injustamente, o porque ellas mismas son injusticia, por cuanto tú tienes y otro no tiene, tú abundas y otro vive en la miseria…; los demás bienes que te son superfluos a ti, son necesarios a otros. Los bienes superfluos de los ricos son necesarios a los pobres. Y siempre que poseas algo superfluo, posees lo ajeno” (San Agustín, Patrologia Latina 36 552). En esta misma dirección, san Jerónimo afirma así que “los ricos lo son por su propia injusticia o por herencia de bienes injustamente adquiridos…, un rico es un ladrón o heredero de ladrón” (Epístola a Hebidia, 121,1). Sigue enseñando el Papa Francisco que todo ello “lo resume san Juan Crisóstomo, al decir que ‘no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos’; o también en palabras de san Gregorio Magno: ‘cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo’…Vuelvo a hacer mías y a proponer a todos unas palabras de san Juan Pablo II cuya contundencia quizás no ha sido advertida: ‘Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno’” (Fratelli tutti 119).
Y es que, como muestra san Basilio, “¿cuáles son, dime, los bienes que te pertenecen? ¿En qué medida forman parte esencial de tu vida? El caso de los ricos es similar al de un hombre que toma asiento en un teatro y se opone después a que entren los demás, usurpando de este modo y apropiándose lo que es de uso común. Y es que los ricos consideran como propios aquellos bienes que han adquirido antes que los demás, por el único hecho de haber sido los primeros en conquistarlos. Si cada cual asumiera solamente lo necesario para su sustento, dejando lo superfluo para el que se halla en la indigencia, no habría ricos ni pobres. Te has convertido en explotador al apropiarte de los bienes, que recibiste para administrarlos. El pan que te reservas pertenece al hambriento, al desnudo, los vestidos que conservas en tus armarios, al descalzo, el calzado que se apolilla en tu casa, al menesteroso, el dinero que escondes en tus arcas. Así, pues, cometes tantas injusticias, cuántos son los hombres a quienes podías haber socorrido” (Patrologia Graeca 31 276).
En la misma línea, concluye Juan Crisóstomo, “¿de dónde proceden sus riquezas?, ¿de quién las han recibido? ‘De mis abuelos, por medio de mi padre’. Y bien: ¿son capaces de irse remontando así por la familia, y demostrar que lo que poseen lo tienen justamente? No son capaces. El principio y raíz siempre es forzosamente la injusticia. ¿Por qué? Porque al principio Dios no hizo rico a uno y pobre a otro, ni tomó a uno y le dio grandes yacimientos de oro, privando al otro de este hallazgo. No señor. Dios puso delante de todos la misma tierra” (Patrologia Graeca 62 562).