“En medio del llanto de los pobres”, dijo el Papa Francisco, “¿qué se nos pide a nosotros cristianos? De frente a esta realidad. Que alimentemos la esperanza del mañana aliviando el dolor de hoy”.
Cerca de 2.000 personas en situación de pobreza e indigencia han participado esta mañana en la Santa Misa presidida por el Santo Padre, en la Basílica de San Pedro, con ocasión de la Jornada Mundial de los Pobres, cuya quinta edición se celebra hoy. Les han acompañado también los voluntarios y los representantes de las organizaciones caritativas que les asisten diariamente en el área de Roma.
En la homilía, al hilo del Evangelio de este domingo 33º del tiempo ordinario, el Pontífice ha hablado de “leer la historia considerando dos aspectos: el dolor de hoy y la esperanza del mañana”. Y proseguía: “Por una parte, se evocan las dolorosas contradicciones en las que en cualquier tiempo la realidad humana permanece inmersa; por otra parte, se percibe el futuro de salvación que le espera, es decir, el encuentro con el Señor que viene para liberarnos de todo mal. Contemplemos estos dos aspectos con la mirada de Jesús”.
El dolor de hoy
“Estamos dentro de una historia marcada por tribulaciones, violencia, sufrimientos e injusticias, esperando una liberación que parece no llegar nunca. Sobre todo, los que resultan heridos, oprimidos y a veces pisoteados son los pobres, los anillos más frágiles de esta cadena”, ha considerado Francisco.
Pensando en ellos, “la Jornada Mundial de los Pobres que estamos celebrando nos pide que no miremos a otra parte, que no tengamos miedo de ver de cerca el sufrimiento de los más débiles, para quienes el Evangelio de hoy es muy actual: el sol de sus vidas frecuentemente se oscurece a causa de la soledad, la luna de sus esperanzas se apaga, las estrellas de sus sueños caen en la resignación y su misma existencia queda alterada. Todo eso a causa de la pobreza que a menudo están forzados a vivir, víctimas de la injusticia y de la desigualdad de una sociedad del descarte que corre velozmente sin tenerlos en cuenta y los abandona sin escrúpulos a su suerte”.
La esperanza de mañana
Pero la misericordia de Dios no permite que el dolor tenga la última palabra: “Jesús quiere abrirnos a la esperanza, arrancarnos de la angustia y del miedo frente al dolor del mundo. Por eso afirma que, justo cuando el sol se oscurece y todo parece que se hunde, Él se hace cercano. En el gemido de nuestra dolorosa historia, hay un futuro de salvación que empieza a brotar. La esperanza del mañana florece en el dolor de hoy”, ha recordado el sucesor de Pedro.
“La salvación de Dios”, prosigue, “no es sólo una promesa del más allá, sino que ya está creciendo dentro de nuestra historia herida -todos tenemos el corazón enfermo, historia herida-, se abre camino entre las opresiones y las injusticias del mundo. Precisamente en medio del llanto de los pobres, el Reino de Dios despunta como las tiernas hojas de un árbol y conduce la historia a la meta, al encuentro final con el Señor, el Rey del universo que nos liberará de manera definitiva”.
No es un optimismo adolescente
Frente a situaciones de pobreza y marginalidad, en medio de una cultura del descarte, el Sucesor de Pedro ha invitado a interrogarse: “¿qué se nos pide a nosotros cristianos?” Y concluía que se les pide alimentar “la esperanza del mañana aliviando el dolor de hoy”. Una esperanza que nace del Evangelio y que “no consiste en esperar pasivamente que en el futuro las cosas vayan mejor -esto no es posible-, sino en realizar hoy de manera concreta la promesa de salvación de Dios hoy. Hoy, cada día”. Como ha recordado en otras ocasiones, “la esperanza cristiana no es ciertamente el optimismo beato -o más bien diría un optimismo adolescente- del que espera que las cosas cambien y mientras tanto sigue haciendo su propia vida, sino que es construir cada día, con gestos concretos, el Reino del amor, la justicia y la fraternidad que inauguró Jesús”. A los cristianos se nos pide que seamos “incansables constructores de esperanza, que seamos luz mientras el sol se oscurece, que seamos testigos de compasión mientras a nuestro alrededor reina la distracción, que seamos presencia amorosa y atenta en medio de la indiferencia generalizada”, ha puntualizado.
El Santo Padre recordó también unas palabras del obispo y beato italiano don Tonino Bello: “No podemos limitarnos a esperar, tenemos que organizar la esperanza”. Y ha concretado: “Si nuestra esperanza no se traduce en opciones y gestos concretos de atención, justicia, solidaridad y cuidado de la casa común, los sufrimientos de los pobres no se podrán aliviar, la economía del descarte que los obliga a vivir en los márgenes no se podrá cambiar y sus esperanzas no podrán volver a florecer. A nosotros, especialmente a nosotros cristianos, nos toca organizar la esperanza. Esa expresión de Tonino Bello es hermosa: organizar la esperanza, traducirla en la vida concreta de cada día, en las relaciones humanas, en el compromiso social y político”.
Como las hojas de la higuera
Hay una imagen, sencilla e indicativa al mismo tiempo, que refleja esa esperanza: “Se trata de las hojas de la higuera, que brotan sin hacer ruido, señalando que el verano se acerca. Y estas hojas aparecen, subraya Jesús, cuando las ramas se ponen tiernas (cf. v. 28)”, ha apuntado el Papa. Y ha añadido: “Hermanos, hermanas, esta es la palabra que hace surgir la esperanza en el mundo y que alivia el dolor de los pobres: la ternura. La compasión que lleva a la ternura. Nos toca a nosotros superar la cerrazón, la rigidez interior, que es la tentación de hoy, de los “restauracionistas”, que quieren una Iglesia toda ordenada, toda rígida: esto no es del Espíritu Santo. Y debemos superar esto, y hacer que la esperanza brote en esta rigidez. Y también depende de nosotros superar la tentación de preocuparnos sólo por nuestros problemas, de no conmovernos por las tragedias del mundo, de compadecernos del dolor. Como las tiernas hojas del árbol, estamos llamados a absorber la contaminación que nos rodea y a transformarla en bien”.
Transformar cada día el aire contaminado en aire puro: “Jesús quiere que seamos ‘transformadores de bien”, personas que, inmersas en el aire cargado que respiran todos, respondan al mal con el bien (cf. Rm 12,21). Personas que actúan, que parten el pan con los hambrientos, que trabajan por la justicia, que levantan a los pobres y les restituyen su dignidad”, ha alentado el Pontífice.
El Papa Francisco ha mencionado que la Iglesia es hermosa, evangélica y joven cuando “que sale de sí misma y, como Jesús, anuncia la buena noticia a los pobres (cf. Lc 4,18). Me detengo en este adjetivo, el último: una Iglesia así es joven; la juventud de sembrar esperanza. Esta es una Iglesia profética, que con su presencia dice a los desalentados y a los descartados del mundo: ‘Ánimo, el Señor está cerca, también para ti hay un verano que brota en el corazón del invierno. También de tu dolor puede resurgir la esperanza’”.
Y ha concluido con una petición: “Hermanos y hermanas, llevemos esta mirada de esperanza al mundo. Llevémosla con ternura a los pobres, con cercanía, con compasión, sin juzgarlos -nosotros seremos juzgados-. Porque allí, junto a ellos, está Jesús; porque allí, en ellos, está Jesús que nos espera”.
Al final de la celebración se ha distribuido comida caliente a los participantes. Tal y como informaba L’Osservatore Romano, este año la Jornada ha tenido un prólogo importante con la visita del Papa a Asís el pasado viernes 12, donde tuvo un momento de escucha y oración con un grupo de 500 personas pobres y necesitadas procedentes de diversos lugares de Europa.
A continuación, ofrecemos el texto de la homilía que el Santa Padre ha pronunciado durante la celebración eucarística, tras la proclamación del Evangelio.
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Homilía del Santo Padre
Las imágenes que Jesús usa en la primera parte del Evangelio de hoy nos dejan consternados: el sol se oscurece, la luna deja de brillar, las estrellas caen y los poderes celestiales tiemblan (cf. Mc 13,24-25). Pero, un poco después, el Señor nos abre a la esperanza, precisamente en ese momento de oscuridad total el Hijo del hombre vendrá (cf. v. 26), y ya en el presente se pueden vislumbrar los signos de su venida, como cuando se observa una higuera que empieza a brotar porque el verano está cerca (cf. v. 28).
Con la ayuda de este Evangelio podemos leer la historia considerando dos aspectos: los dolores de hoy y la esperanza del mañana. Por una parte, se evocan las dolorosas contradicciones en las que en cualquier tiempo la realidad humana permanece inmersa; por otra parte, se percibe el futuro de salvación que le espera, es decir, el encuentro con el Señor que viene para liberarnos de todo mal. Contemplemos estos dos aspectos con la mirada de Jesús.
El primer aspecto: el dolor de hoy. Estamos dentro de una historia marcada por tribulaciones, violencia, sufrimientos e injusticias, esperando una liberación que parece no llegar nunca. Sobre todo, los que resultan heridos, oprimidos y a veces pisoteados son los pobres, los anillos más frágiles de la cadena. La Jornada Mundial de los Pobres que estamos celebrando nos pide que no miremos a otra parte, que no tengamos miedo de ver de cerca el sufrimiento de los más débiles, para quienes el Evangelio de hoy es muy actual: el sol de sus vidas frecuentemente se oscurece a causa de la soledad, la luna de sus esperanzas se apaga, las estrellas de sus sueños caen en la resignación y su misma existencia queda alterada. Todo eso a causa de la pobreza que a menudo están forzados a vivir, víctimas de la injusticia y de la desigualdad de una sociedad del descarte que corre velozmente sin tenerlos en cuenta y los abandona sin escrúpulos a su suerte.
Pero, por otra parte, está el segundo aspecto: la esperanza del mañana. Jesús quiere abrirnos a la esperanza, arrancarnos de la angustia y del miedo frente al dolor del mundo. Por eso afirma que, justo cuando el sol se oscurece y todo parece que se hunde, Él se hace cercano. En el gemido de nuestra dolorosa historia, hay un futuro de salvación que empieza a brotar. La esperanza del mañana florece en el dolor de hoy. Sí, la salvación de Dios no es sólo una promesa del más allá, sino que ya está creciendo dentro de nuestra historia herida —tenemos un corazón enfermo, todos—, se abre camino entre las opresiones y las injusticias del mundo. Precisamente en medio del llanto de los pobres, el Reino de Dios despunta como las tiernas hojas de un árbol y conduce la historia a la meta, al encuentro final con el Señor, el Rey del universo que nos liberará de manera definitiva.
En este momento, preguntémonos, ¿qué se nos pide a nosotros cristianos ante esta realidad? Se nos pide que alimentemos la esperanza del mañana aliviando el dolor de hoy. Están unidos: si tú no vas por delante aliviando los dolores de hoy, difícilmente tendrás la esperanza del mañana. La esperanza que nace del Evangelio, en efecto, no consiste en esperar pasivamente que en el futuro las cosas vayan mejor, esto no es posible, sino en realizar hoy de manera concreta la promesa de salvación de Dios. Hoy, cada día. La esperanza cristiana no es ciertamente el optimismo beato, es más, diría el optimismo adolescente, del que espera que las cosas cambien y mientras tanto sigue haciendo su propia vida, sino que es construir cada día, con gestos concretos, el Reino del amor, la justicia y la fraternidad que inauguró Jesús. La esperanza cristiana, por ejemplo, no fue sembrada por el levita o por el sacerdote que han pasado delante de aquel hombre herido por los ladrones. Fue sembrada por un extraño, por un samaritano que se ha parado y ha hecho el gesto (cf. Lc 10,30-35). Y hoy es como si la Iglesia nos dijese: “Detente y siembra esperanza en la pobreza. Acercate a los pobres y siembra esperanza”. La esperanza de aquella persona, la tuya y la de la Iglesia. A nosotros se nos pide esto: que seamos, en medio de las ruinas cotidianas del mundo, incansables constructores de esperanza, que seamos luz mientras el sol se oscurece, que seamos testigos de compasión mientras a nuestro alrededor reina la distracción, que seamos amantes y atentos en medio de la indiferencia generalizada. Testigos de compasión. No podremos nunca hacer el bien sin pasar por la compasión. Como mucho haremos cosas buenas, pero que no tocan la vida cristiana porque no tocan el corazón. Lo que nos hace tocar el corazón es la compasión. Nos acercamos, sentimos la compasión y hacemos gestos de ternura. Precisamente el estilo de Jesús: cercanía, compasión y ternura. Esto se nos pide hoy.
Hace poco recordé algo que repetía un obispo cercano a los pobres, y pobre de espíritu él mismo, don Tonino Bello: “No podemos limitarnos a esperar, tenemos que organizar la esperanza”. Si nuestra esperanza no se traduce en opciones y gestos concretos de atención, justicia, solidaridad y cuidado de la casa común, los sufrimientos de los pobres no se podrán aliviar, la economía del descarte que los obliga a vivir en los márgenes no se podrá cambiar y sus esperanzas no podrán volver a florecer. A nosotros, especialmente a nosotros cristianos, nos toca organizar la esperanza —hermosa esta expresión de Tonino Bello: organizar la esperanza—, traducirla en la vida concreta de cada día, en las relaciones humanas, en el compromiso social y político. Me hace pensar al trabajo que hacen tantos cristianos en las obras de caridad, al trabajo de la Limosnería Apostólica. ¿Qué se hace allí? Se organiza la esperanza. No se da una moneda, no, se organiza la esperanza. Esta es una dinámica que hoy nos pide la Iglesia.
Hay una imagen de la esperanza que Jesús nos ofrece hoy. Es una imagen sencilla e indicativa al mismo tiempo, se trata de las hojas de la higuera, que brotan sin hacer ruido, señalando que el verano se acerca. Y estas hojas aparecen, subraya Jesús, cuando las ramas se ponen tiernas (cf. v. 28). Hermanos, hermanas, esta es la palabra que hace surgir la esperanza en el mundo y que alivia el dolor de los pobres: la ternura. Compasión que te lleva a la ternura. Nos toca a nosotros superar la cerrazón, la rigidez interior, que es la tentación de hoy, de los “restauracionistas” que quieren una Iglesia totalmente ordenada, completamente rígida. Esto no es del Espíritu Santo. Y debemos superar esto, y hacer germinar en esta rigidez la esperanza. Y depende de nosotros también superar la tentación de ocuparnos sólo de nuestros problemas, para enternecernos frente a los dramas del mundo, para compadecer el dolor. Como las tiernas hojas del árbol, estamos llamados a absorber la contaminación que nos rodea y a transformarla en bien. No sirve hablar de los problemas, polemizar, escandalizarnos —esto lo sabemos hacer todos—, es necesario imitar a las hojas que, sin llamar la atención, cada día transforman el aire contaminado en aire puro. Jesús quiere que seamos “transformadores de bien”, personas que, inmersas en el aire cargado que respiran todos, respondan al mal con el bien (cf. Rm 12,21). Personas que actúan, que parten el pan con los hambrientos, que trabajan por la justicia, que levantan a los pobres y les restituyen su dignidad, como hizo aquel samaritano.
Es hermosa, es evangélica, es joven una Iglesia que sale de sí misma y, como Jesús, anuncia la buena noticia a los pobres (cf. Lc 4,18). Me detengo sobre ese adjetivo, el último. Es joven una Iglesia así, con la juventud de sembrar esperanza. Esta es una Iglesia profética, que con su presencia dice a los desalentados y a los descartados del mundo: “Ánimo, el Señor está cerca, también para ti hay un verano que brota en el corazón del invierno. También de tu dolor puede resurgir esperanza”. Hermanos y hermanas, llevemos esta mirada de esperanza al mundo. Llevémosla con ternura a los pobres, con cercanía, con compasión, sin juzgarlos —nosotros seremos juzgados—. Porque allí, junto a ellos, junto a los pobres, está Jesús; porque allí, en ellos, está Jesús que nos espera.
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