Estamos en una situación incierta. La palabra crisis comienza a reverberar. Se habla de crisis en la educación, en los valores, en el deporte, en las empresas… La corrupción de unos pocos, no es genéticamente hereditaria que impida su erradicación, no obstante, el Estado al no saber conjurarla permite que siga influyendo, sembrando inseguridad y desconfianza en la sociedad.
Los ciudadanos asistimos gratis a un espectáculo que al carecer de guion y de dirección, el desenlace es imprevisible. Tengo la sensación de que me estoy convirtiendo en mero espectador. ¿Qué se espera de un espectador? Se espera que aplauda, que critique o que no haga comentario alguno durante o después de la función. Hasta allí llega su compromiso. La diferencia con la actual coyuntura es que no es una representación, es una realidad que al final comprometerá nuestro futuro. Tenemos que renunciar a ser meros espectadores para ser actores. ¿Cómo? A mi se me ocurre pensar que es tiempo propicio para mirar hacia adentro.
Mirar hacia dentro de uno mismo, de la propia familia, de la empresa, de la universidad, del barrio… ¿Qué advertimos más allá de lo coyuntural cuyos efectos que se han naturalizado? Vidas, ilusiones, proyectos, ganas, rebeldías, valores, principios y también cariño por el terruño. ¿Todo ello no es motivo suficiente para intentar una lectura más positiva de nuestro propio entorno? ¿No es momento oportuno para procurar inculcar en nuestros hijos –con la palabra y el ejemplo– aquellos valores que se creen pero que brillan por su ausencia en nuestra sociedad?
¿No es ocasión propicia para generar en la familia, en la empresa, en el colegio, en el club, un clima estable y cordial honrando los compromisos, dando explicaciones y eliminando todo viso de componendas o de suspicacias? ¿No es tiempo oportuno para trocar en los encuentros interpersonales los temas de conversación, pasando de la crítica acerba y pesimista a destacar lo positivo del propio entorno, compartir proyectos o intercambiar ideas o pareceres constructivos? Si no se mira hacia adentro para encontrar los resortes que impulsen para seguir adelante, se caerá en el escepticismo, en la indiferencia, en el abandono y en el individualismo.
En nuestro país ha existido y existe un divorcio entre la sociedad y el estado. Una sociedad desarticulada es terreno fértil para el crecimiento de la presencia avasalladora del Estado. No es casual que cuantos menos grupos intermedios haya en una sociedad, al Estado se le perciba como “grande” y “el llamado” a organizar el conjunto de las tareas sociales, económicas, educativas y culturales, apropiándose de la iniciativa y responsabilidad de los ciudadanos con la consecuente reducción del campo de sus elecciones particulares.
Mirar hacia adentro significa fortalecer los grupos primarios, especialmente las familias – células de la sociedad – y a partir de allí buscar asociarnos con otras familias que quieran conseguir lo mismo o con las que piensan de modo semejante… de modo que los gobiernos sigan a la sociedad y, no como hasta ahora ocurre, que aquélla dependa del temperamento del gobierno de turno.
El camino del fortalecimiento de los grupos intermedios es largo. Pero es la ruta segura. Esperar que el cambio en la sociedad se origine de arriba hacia abajo es seguir alimentando el círculo vicioso formado desde larga data. Es la hora de la sociedad. Desde el fondo social deben emerger con fuerza y con ímpetu las sociedades intermedias. Comenzando por las familias, los barrios, los clubes, las empresas, las asociaciones civiles, los colegios profesionales, universidades… hasta federaciones gremiales y asociativas. Agruparse en torno a la afinidad de ideas e intereses es el único medio para que la sociedad se fortalezca y pueda ser un interlocutor cohesionado y fuerte para impedir los desvaríos y abusos del gobierno de turno.
Una sociedad articulada a través de sus instituciones intermedias es el mejor antídoto contra los populismos o experimentos colectivistas. Comenzar a mirar hacia adentro ahora será una buena señal para que los gobiernos entiendan que el “soberano” no es el “pueblo” como ente genérico sino la persona humana que, unida solidariamente a los demás, constituye la sociedad.