Cuando ocurre una desgracia – “prematura” o quizás inesperada – es frecuente que la gente se enfade con Dios. No les culpo. Más aún, creo que en muchos casos es terapéutico. En cualquier caso es un acto de fe: solo se puede enfadar alguien con aquel que sabe que existe.
Sin embargo Dios tampoco nos prometió una vida hasta los 83 años. Ni unos hijos sin ninguna enfermedad. Ni morir mientras estamos plácidamente dormidos.
Y es cierto que Dios si tiene un contrato conmigo (y también con usted). Él lo llama “alianza”. Es un contrato tan serio que Él lo firmó con su propia sangre.
Según ese contrato Dios mandó a la tierra a su único Hijo para que llegara hasta la muerte, como cualquier otro hombre, pero en su caso se entregaría voluntariamente – así que no fue inesperada aunque sí “prematura” según nuestros cánones – y a cambio de su entrega YO tendré vida eterna (y usted también).
¿Así de simple?, y ¿Qué me pide a cambio?, porque una transacción tan gorda, seguro que pide algo. Pues sí. Me pide que crea en Él – en Jesucristo hombre y Dios, muerto y RESUCITADO – y que ame a los demás como Él me ama.
La verdad es que no es fácil, pero considerando lo que me espera … salgo ganando seguro.
Así que contrato hay, pero en ninguna cláusula se especifica tiempo ni modo de cuándo podremos cobrar lo nuestro. Todo debe ser admisible. TODO.
Y es cierto, hay tragos que no son nada fáciles. La mente humana no está preparada para la enfermedad de un niño y mucho menos para su muerte, pero debemos preparar el corazón, es el único lugar donde se puede acoger el sufrimiento.
La vida es frágil. Tener conciencia de ello me ayuda a disfrutarla mucho más. La mía y la de todos los que me rodean. Y cuando llegue lo inevitable, a mi y a cualquiera de mis amores de la tierra … solo le pido a Dios que me conceda un lugar en Su Corazón donde poder agradecerle todo lo recibido.