En el primer capítulo, exploramos el contenido de fe que sustenta la Navidad. Ahora, en este segundo capítulo, abordamos cómo la modernidad y la postmodernidad han influido en esta festividad tan profunda.
El relato de Lucas, que vimos anteriormente, tenía un fuerte sabor de inocencia para las generaciones pasadas. Sin embargo, en la actualidad, en nuestra era postmoderna, ya no creemos en la divinidad de Jesús de la misma manera, y sin una narrativa que lo respalde, la Navidad ha perdido su vitalidad. La festividad se ha transformado en una celebración vacía, cuya cubierta cultural del misterio se ha ido despojando y endureciendo. Nuestras ciudades, que en otros tiempos celebraban con solemnidad el acontecimiento, ahora se asemejan más a parques temáticos navideños, con espectáculos y eventos comerciales que han eclipsado el sentido religioso original.
El comercialismo ha impregnado cada rincón de la festividad. Algunas ciudades emplean la iluminación navideña con fines turísticos, y los escaparates de las librerías se llenan de cuentos infantiles. La gastronomía se refina, y la Navidad, en lugar de ser una experiencia trascendental, se ha convertido en un fenómeno que empalaga cada vez más, desconectando la sociedad del mensaje espiritual y reduciéndola a una festividad para el consumo.
Este cambio profundo se remonta a la evolución de la cultura occidental. En tiempos de la cultura clásica, la religión, la ciencia y la filosofía eran disciplinas complementarias, cada una respetando su propio ámbito. Sin embargo, la Reforma Protestante de 1517 desintegró la unidad de la iglesia y redujo la fe a una cuestión privada, que solo importaba a nivel personal y no en la construcción del mundo. Esta transformación continuó con la Ilustración, que promovió el uso de la razón y la ciencia como medio para explicar la realidad, lo que llevó al hombre a sustituir la esperanza cristiana en el más allá por una visión materialista del progreso y el bienestar terrestre.
A lo largo de los siglos, la fe en el progreso de la ciencia y la política produjo revoluciones y avances, pero también trajo consigo un sinnúmero de tragedias, como las guerras mundiales y las crisis sociales. Así, las esperanzas de un paraíso en la Tierra se desmoronaron. La postmodernidad, que surgió a raíz de estos fracasos, no conserva la pasión revolucionaria de la modernidad. En lugar de aspirar a un futuro mejor, se limita a vivir en el presente, donde la narrativa global ha perdido su capacidad de transformar el mundo.
Vivimos en lo que el filósofo Jun Chulan describe como un «tiempo post-narrativo», donde todo es momentáneo y efímero. Este desencanto generalizado ha dado lugar a la sensación de que ya no necesitamos una narrativa trascendental. Y sin embargo, nos encontramos con una cosmovisión dominante que, respaldada por la ciencia, presenta una explicación del universo desde su origen hasta la evolución de la vida humana. Esta visión, a pesar de su poder explicativo, sigue siendo insuficiente para responder a las grandes preguntas de la existencia, como la razón de ser del orden en el universo o el origen del sentido moral que percibimos en nuestra conciencia.
El paso de la modernidad a la postmodernidad ha dejado atrás una cosmovisión religiosa que orientaba la vida hacia la trascendencia, y ha dejado paso a una sociedad cada vez más enfocada en lo inmediato, en lo material. Este cambio ha vaciado de sentido las festividades religiosas, y la Navidad, que debería ser una celebración de la Encarnación, se ha convertido en un simple espectáculo vacío de contenido profundo.