Monseñor Enrique Díaz, comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo 15 de mayo de 2022, titulado “Cielos nuevos y tierra nueva”.
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Hechos de los Apóstoles 14, 21-27: “Contaban a la comunidad cristiana lo que había hecho Dios por medio de ellos”
Salmo 144: “Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya”
Apocalipsis 21, 1-5: Dios les enjugará todas sus lágrimas”
San Juan 13,31-33. 34-35: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros”
El libro del Apocalipsis, hoy nos presenta una visión ideal del mundo en que vivimos. Casi todos se refieren a este libro como catastrófico y sus textos han sido utilizados como base de películas y novelas de terror y de miedo. Muy lejos su objetivo pues su autor pretende dar esperanza, pero una esperanza real, que supere los graves problemas que enfrenta la comunidad: persecución, deserciones, divisiones, pobrezas y dificultades. Todo lo narra con símbolos e imágenes. Y en el texto que nos presenta este domingo, nos lanza a mirar hacia el futuro, proponiéndonos la imagen de un cielo nuevo y una tierra nueva (Ap 21, 1-5).
Alienta nuestra esperanza con esta magnífica visión como la gran meta de nuestros esfuerzos por transformar las realidades de muerte que nos rodean y redimir al mundo con la fuerza vital arrolladora del Resucitado. Una nueva realidad de justicia, paz y amor fraterno habrá de traer “la nueva Jerusalén que descendía del cielo enviada por Dios y engalanada como una novia”. Es la esperanza maravillosa que podemos enarbolar frente a los pesimistas y profetas de la muerte y del desaliento que amenazan con una destrucción inexorable del mundo y ridiculizan la posibilidad de construir un mundo mejor.
Si hasta parecen sueños las propuestas del Apocalipsis, pero están fuertemente basadas las promesas de la Nueva Alianza que Cristo ha sellado con su pasión y su triunfo sobre la muerte. “Esta es la morada de Dios con los hombres, acampará entre ellos. Serán su pueblo, y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado. El que estaba sentado sobre el trono dijo: Ahora hago el universo nuevo”.
El Evangelio nos propone las bases sobre para construir estos cielos nuevos y esta tierra nueva. Al despedirse Jesús entrega a los discípulos su testamento espiritual: el gran mandato del amor como signo visible de la adhesión de sus discípulos a él y de la vivencia real y afectiva de la fraternidad. Es la forma de construir de Jesús y es la forma que quiere construyan sus discípulos. El mundo podrá identificar de qué comunidad se trata si los discípulos guardan entre sí este mandato del amor. Jesús rescata la Ley, pero le pone como medio de cumplimiento el amor; quien ama demuestra que está cumpliendo con los demás preceptos de la Ley. Es posible que en la comunidad primitiva se hubiera discutido cuál debía ser su distintivo propio e inequívoco. Para eso apelan a las palabras mismas de Jesús. En un mundo cargado de egoísmo, de envidias, rencores y odios, la comunidad está llamada a dar testimonio de otra realidad completamente nueva y distinta: el testimonio del amor. Allí están las bases sobre las
que se puede construir una nueva sociedad. Mientras no vivamos el amor, no es cierto que ley alguna podrá cambiar la sociedad.
Nuestras propuestas de una sociedad mejor, novedosas, siempre se quedan cortas porque no está en su base el amor y el respeto mutuo. No es el amor romántico y dulzón de novios adolescentes. Es el verdadero compromiso de entrega a los demás. Así como Jesús amó. Amar hasta dar la vida. Es el amor de pareja que sabe superar las naturales diferencias; es el amor de padres que no crían hijos con la ilusión de después pasarles la factura en cuidados de ancianidad; es el amor al prójimo donde se tiene en cuenta a todos y cada uno y no se miran las propias conveniencias; es el amor a todos porque son mis hermanos,. Así, sí se podrá construir una ciudad nueva. Así podremos ilusionarnos en construir el Reino que Jesús propone y por el cual dio la vida.
No quiere decir que en nuestras comunidades no haya discusiones y no se de espacio a la diferencia. Eso es precisamente lo que hace grande a una comunidad, que es capaz de amar a los diferentes, que es capaz de integrar y que sabe superar el conflicto, que es capaz de crear un ambiente de discernimiento, de acrisolamiento de la fe y de las convicciones más profundas respecto al Evangelio. En el conflicto –llevado en términos de respeto y amor cristiano mutuo- aprendemos justamente el valor de la tolerancia, del respeto a la diversidad, y el mejoramiento de nuestra manera de entender y practicar el amor. Del conflicto así entendido -inevitable donde hay más de una persona-, es posible hacer el espacio para construir y crecer. Para ello hacen falta la fe, la apertura al cambio y, sobre todo, la disposición de ser llenados por la fuerza viva de Jesús. Sólo en esa medida nuestra vida humana y cristiana va adquiriendo cada vez mayor sentido y va convirtiéndose en testimonio auténtico de evangelización.
¿Seremos capaces de construir a partir de nuestras diferencias? ¿Podremos construir una sociedad ideal donde todos sean respetados en sus derechos, en su individualidad y en el crecimiento de todos? Al estilo de Jesús, tendríamos que tener en cuenta de un modo muy especial a los menos favorecidos, más pobres y más necesitados. Porque el mundo favorece a los más poderosos y, al proponer, se está más atento a destruir y ridiculizar al adversario, que a ofrecer propuestas que entusiasmen y contagien a los ciudadanos en la construcción de una comunidad mejor.
Y cada uno de nosotros, como cristianos, hoy nos tenemos que cuestionar sobre nuestra actitud frente a la construcción el Reino. Al decir el Apocalipsis: “Vi que descendía del cielo, desde donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén, engalanada como una novia”, de ninguna manera nos propone la pasividad e indiferencia como camino del futuro. Al contrario, nos lanza a que, confiando en Cristo resucitado, pongamos todo nuestro empeño en buscar ese mundo donde “ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos porque ya todo lo antiguo terminó”. Ciertamente la paz es un regalo de Dios, pero implica el trabajo intenso y confiado del hombre. La Ciudad Santa es empeño y don. Se requiere para construirla oración y sudor en el esfuerzo.
¿Cómo vivimos el mandamiento del amor entre nosotros? ¿Cómo damos testimonio de este amor en la familia, en el trabajo, en la construcción de la sociedad? ¿Cómo estamos construyendo esa “nueva ciudad”, esa nueva sociedad?
Señor, enséñanos a superar nuestros egoísmos y abre nuestro corazón al hermano para construir “los cielos nuevos y la tierra”, prenda de la Jerusalén celestial.
Amén.