01 abril, 2025

Síguenos en

Emilio Girón: La tozudez y el tinto de verano

La historia de un hombre común cuya fidelidad y perseverancia transformaron lo ordinario en extraordinario

Emilio Girón: La tozudez y el tinto de verano

Con la entrada de la primavera falleció Emilio Girón Huélamo a los 101 años. Era numerario del Opus Dei y vivía en Madrid. No muchas personas lo conocían, no ocupó nunca cargos de dirección en la Obra, no salió en documentales ni en las listas de los más influyentes o poderosos.

Provenía de una familia normal y corriente, su padre trabajaba de tramoyista en el teatro Lara. Pasó la guerra civil española a salvo en un pueblo y volvió a Madrid para estudiar Comercio. Quiso conocer al autor de Camino y con unos amigos fue a conocerle. Se incorporó al Opus Dei en 1946, poco antes de cumplir los 23. Desde entonces vivió una vida ordinaria que no llamó la atención de nadie en particular, más allá de su familia, sus amigos, compañeros de trabajo y las distintas personas de la Obra con las que compartió la fe, proyectos, afanes, ilusiones, penas y alegrías.

Como cualquier español de su época tuvo que buscarse la vida para comer e hizo de todo: vender pienso para pollos, comercializar distintos productos, trabajar en una sucursal bancaria en un pueblo de Toledo, vender libros o decorar casas y hoteles.  Marchó a Chile a mediados de los 50 para ayudar en los comienzos de la Obra allí y se ganó la vida como librero. A los pocos años volvió porque su familia le pidió que atendiera a unas sobrinas pequeñas por enfermedad grave de la madre. Cuando sus sobrinas terminaron sus estudios y se casaron, Emilio volvió a vivir en un centro de la Obra. Otras temporadas vivió de lunes a viernes en un piso alquilado por motivos de trabajo fuera de Madrid. De aquí para allá, con buen humor e iniciativa.

Tenía muchos y evidentes defectos con los que luchó toda su vida, y que aprovechaba para convertir en virtud, para limar su carácter, servir a otros y pedir perdón. El más notorio era la tozudez, que transformaba en perseverancia para seguir tantos asuntos personales, familiares, laborales o de su propia salud, gracias a lo que “revivió” en varias ocasiones y aguantó más allá de la centena. También para ser constante y seguir fiel a su vocación sin tibieza, como decía el fundador de la Obra en Forja (489): “Prueba evidente de tibieza es la falta de «tozudez» sobrenatural, de fortaleza para perseverar en el trabajo, para no parar hasta poner la «última piedra«.

Otro defecto era su excesivo afán de independencia y de criterio propio, quizá tomando al pie de la letra lo que escuchó a san Josemaría en la homilía de la Universidad de Navarra: “Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis ¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde”. Aunque en los últimos años de su vida tuvo que someterse a la dependencia del cuidado físico absoluto por parte de las personas de la Obra que vivían con él, de sus sobrinas y de cuidadores profesionales para llegar a todo. Ni su familia ni la Obra escatimaron en cariño y atención para estar pendiente de este hombre ordinario al que querían. Cuidó y fue cuidado.

Una vida tan normal estuvo repleta de anécdotas que la peculiaridad de su temperamento multiplicaba. Por ejemplo, dormía con la ventana abierta todos los días del año. Tres sucedidos pueden ilustrar algunos de sus intereses de vida. En una ocasión, al levantarnos de unos sofás tras una reunión familiar, ordené y ahuequé unos cojines. Emilio, sonrió y me dijo “eso lo aprendí yo de san Josemaría en los años cuarenta”. Me lo decía con los ojos brillantes, mostrando su alegría por ver que otros más jóvenes intentábamos vivir el espíritu del Opus Dei en las cosas pequeñas de la vida ordinaria. Aprendió ese espíritu de otros y lo transmitió siempre que pudo.

Tenía interés por facilitar que las personas a las que quería y con las que se relacionaba conocieran a Dios. Un día, ya con 96 años, me dijo “Carlos, tienes que instalarme Twitter y enseñarme a usarlo”. Me interesé por el motivo, ya que la tarea no se planteaba fácil, y él me lo explicó: “me he enterado de que ahora los jóvenes se comunican por esa red, y quiero mandarle un mensaje a mi sobrina nieta, para que se forme bien para su confirmación”. Sugerí que podría llamarle por teléfono, pero respondió que eso era muy complicado.

Con 99 años se infectó por Covid y tuvo que ser ingresado. Allí en la habitación del hospital y con total naturalidad preguntó: “¿Aquí se puede tomar un tinto de verano?”. Tenía una alta capacidad para disfrutar, saber lo que le gustaba y quería, dar gracias a Dios con ese placer y compartirlo.

Un hombre normal que se fiaba a Dios, rezaba cada día, acudía a los sacramentos y que procuró poner su vida al servicio de los demás. Vivió una vida ordinaria que no saldrá en ningún libro de historia, pero que su ángel custodio sí recogió en el libro de su vida. Lo había escuchado de labios de San Josemaría y lo experimentó tantas veces: “En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”.

Carlos Chiclana

Carlos Chiclana es Médico Psiquiatra. Doctor en Medicina (Programa Neurociencias) y especialista en Psiquiatría por la Universidad de Navarra. Además, es Especialista Universitario en Psicoterapia Multicomponente de los Trastornos de la Personalidad, por la Universidad de Deusto.