Todo se repite. El cansancio del curso. El calor. Las maletas. La pereza, que llega hasta hacernos dudar de que realmente queramos meternos un viaje de cinco horas en coche, aunque la meta sea la ansiada playa o montaña. Todo. A la vuelta del verano veremos las mismas noticias: el síndrome post-vacacional y el aumento de separaciones y divorcios tras la obligada convivencia estival – estadísticas que este año se verán moderadas por la crisis -, etc. Ya lo sabemos, pero seguirán contándonoslo como si fuera algo nuevo.
Una noticia que no he visto nunca en septiembre es el aumento de quejas por parte de los padres por los problemas de conducta de sus hijos. En la consulta es un clásico. El origen es el mismo que el aumento de separaciones: el verano nos obliga a compartir mucho más tiempo, responsabilidades, aficiones y espacios con la familia, y es más fácil confirmar que la convivencia exige mucho. Para algunos más de lo que están dispuestos.
Es cierto que el verano es una magnífica oportunidad para comprobar en qué tipo de personas se están convirtiendo nuestros hijos – en gran medida por cómo estamos nosotros educándoles. ¿Son unos pedigüeños que no se conforman con nada?. ¿Son unos habilidosos que se pasan el día haciendo esculturas en la arena?. ¿Son unos deportistas incansables?. ¿Son unos vagos que se pasan el día tirados? … ¿cómo son nuestros hijos?
¡Qué magnífica oportunidad nos ofrecen las vacaciones para profundizar en el conocimiento mutuo! Pero para poder aprovecharlo hay que prepararse. A menudo llegamos a las vacaciones con el único deseo (muy lógico y necesario) de desconectar, pero no solo del trabajo. Deseamos desconectar del mundo. Queremos dormir, cervecita, siesta, partidito en la playa, paseíto por la montaña, conversación intranscendente con los amigos, intentar meternos uno o dos libros entre pecho y espalda y poco más. A veces nos parece que las demandas de los niños interfieren con nuestro merecido descanso. Que sus llantos nos impiden entrar en «modo desconexión», sus peleas (que se nos antojan constantes) interfieren con nuestro objetivo estival y, encima, ¡no hay quien les acueste!.
Nos parece que los niños no se han enterado que estamos de vacaciones y que necesitamos ¡DESCANSAR!, y que nos dejen un rato ¡TRANQUILITOS!.
Pues bien, lamento desilusionarle: sus hijos sí se han enterado de que está de vacaciones – por eso precisamente no le dejan en paz. Quieren su atención – a las buenas, o las malas – y no dude que la van a conseguir.
Mi consejo, un conocido adagio: si no puedes con el enemigo, únete a él. Asuma, desde el primer día que sus vacaciones son sólo laborales. Que al igual que usted, ellos llevan meses esperando que llegara este momento para poder sacar de usted el máximo posible. Si Dios quiere será todo lo bueno que lleva dentro. Pero si no puede ser, también sacarán de usted lo peor.
Asúmalo: «En la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo, TODOS LOS DÍAS de MI vida» – (que a partir de ese mismo instante deja de ser «mía» para convertirse en «nuestra» y con el primer nacimiento en «suya»). Quizás deberíamos pedir a las autoridades eclesiásticas que añadieran «en días laborables y en vacaciones» a la fórmula matrimonial.
Si parte de la aceptación, podrá ver sus demandas como lo que realmente son: la expresión más nítida de que necesitan y quieren que usted les dedique su tiempo. No tienen ninguna intención real de fastidiar. Sólo le quieren a usted.
Haga planes con ellos. Piense como puede utilizar estos días para fomentar que asuman más responsabilidades. Es duro, pero sacrifique alguna siesta para enseñarles a jugar al dominó – por parejas, ¡como debe ser!.
Y cuando los llantos, las peleas, el todo por el medio, le saque de sus casillas y le haga dudar de si realmente era esto lo que tanto ansiaba. Piense: ¡NO!, ¡Yo no quería esto!, ¡pero a ellos les quiero con locura!, y recuerde que va todo en el mismo paquete.
No asuma que los buenos momentos en familia son solo cuando ellos están jugando tranquilitos, sin molestarle a usted, o cuando están dormidos. Eso no es «en familia».
Y llego, por fin, al verdadero objetivo de este post. Cuando avanzado el verano, el cansancio comience a hacer mella en usted, evite la frase «¡Qué ganas tengo de que comience el colegio!», aunque para hacerlo tenga que ponerse esparadrapo en la boca.
Esa frase me suena como un cuchillo contra la autoestima de los niños. Se imagina la frase al contrario: » Mamá (o Papá) ¡Qué ganas tengo de que te vayas a trabajar!», o dentro de algunos años – recuerde que el tiempo vuela -, cuando sus hijos crean que ya no se entera: ¡Qué ganas tengo de volver a llevarle a la residencia!».
¡Qué NO!, ¡Qué esa frase no es decente!. ¿Se cree que su hijo no la entiende?. Su hijo sabe perfectamente que usted está diciendo: «Estoy hasta las narices de ti y estoy deseando perderte de vista».
Si dice frases de ese calibre, luego no venga quejándose de que a su hijo le falta autoestima o de que su hijo no le tiene respeto. Su hijo no podrá tener ni la estima ni el respeto que sus padres no le hayan dado previamente.
Esa dichosa frase refleja toda una visión de nuestro estado mental respecto a la familia. Es muy triste. Exprima el verano. Agótese con su cónyuge y sus hijos. Déjese consumir. Saque lo mejor de ellos. Lo están deseando. Y usted, si lo aprovecha, también.