“La justicia es ciega. La culpa lo ve todo”. El subtítulo de la película de Clint Eastwood, “Jurado número 2”, pone el dedo en la llaga en uno de los dilemas bioéticos que nublan la reflexión e iluminan el lado más turbio de los seres humanos. El thriller judicial nos sitúa ante el valor de la responsabilidad personal y los límites de la libertad cuando el deber cívico colisiona con la salvación personal y está en juego un daño irreparable a la vida de otro. El film pone el acento en la falibilidad de la justicia, la función de la culpa, la pendiente resbaladiza del mal menor y cuestiona si todos merecemos segundas oportunidades. El poder de autorrevelación del amor abre una brecha a la esperanza cuando todo parece hundirse bajo los pies.
Justin Kemp (Nicholas Hoult) es un joven alcohólico en proceso de rehabilitación a punto de ser padre, tras el trauma del aborto espontáneo de su esposa, Ally (Zoey Deutch), en avanzado estado de gestación de gemelas. El nuevo embarazo de alto riesgo de la mujer no impide que Justin participe como jurado popular en el caso de asesinato de Kendall Carter (Francesca Eastwood), en el que se procesa como culpable a la pareja de ésta, James Sythe (Gabriel Basso), un hombre con antecedentes por violencia machista. Tras una discusión pública de ambos en un bar, la mujer se marcha caminando sola, de noche cerrada y en plena tormenta. Al día siguiente, Kendall aparece muerta junto a un arroyo, cerca de una carretera local. A James, que se declara inocente, sólo le cree inicialmente su abogado de oficio. El caso se presenta también como una oportunidad clave para la fiscal, Toni Collette (Faith Killebrew), en puertas de conseguir un ascenso en su carrera judicial. La aparente sencillez del proceso se complica desde el primer día del juicio porque la noche en la que suceden los hechos, Justin Kemp recuerda que había estado en ese mismo bar, tenía en su memoria algunas escenas de aquella discusión y, lo más inquietante, había conducido por la misma carretera. Incluso, tuvo que parar el coche de manera repentina porque creyó golpear algo. La oscuridad y la lluvia impidieron al joven ver lo que realmente había pasado y la existencia de una señal de tráfico que advertía del cruce frecuente de ciervos, le llevó a concluir que había golpeado un venado. Pero, conforme avanza la presentación de los hechos en el juicio, Kemp toma conciencia de que podía no haber atropellado a un ciervo, sino ser el auténtico responsable de la muerte de Kendall.
Desde ese mismo instante, Justin Kemp se enfrenta al dilema moral de influir en el veredicto del jurado popular del que es parte para condenar o liberar a James Sythe de una pena casi segura de cadena perpetua, o bien admitir su responsabilidad personal en los hechos. Esta alternativa podría exponer al protagonista a la imputación de un delito de asesinato por atropello y denegación de auxilio. Tras una consulta confidencial a un abogado y amigo, éste le convence de que sus antecedentes de alcoholismo harán inverosímil la versión del venado y, a punto de ser padre, puede pasarse el resto de su vida en prisión. Kemp no está tan lejos de lo que le sucede a James Sythe, a quien se culpabiliza por sus antecedentes violentos y la pertenencia a una banda de tráfico de drogas, aunque asegura haber vencido esas conductas por amor. Ally, la esposa de Justin Kemp, como Kendall, la pareja de James Sythe, ahora asesinada, habían descubierto el quién merecedor de una segunda oportunidad y el poder de autorrevelación del amor, unido a la confianza, parecían haber obrado una segunda oportunidad en los dos hombres.
Las encrucijadas éticas
¿Todos merecen una segunda oportunidad? Éste es otro de los conflictos bioéticos de la película de Clint Eastwood que, a sus 94 años, ha sido capaz de convertir un guion de Jonathan Abrams, escrito hace casi quince años, en una nueva obra de arte a la altura de filmes como Doce hombres sin piedad (1957), el multipremiado drama judicial de Sidney Lumet. El nuevo film de Eastwood que bien podría ser su última película pone el acento en temas bioéticos tan vigentes como profundamente enraizados en nuestra sociedad. En este sentido, al conflicto moral entre el valor de la responsabilidad personal y los límites de la libertad cuando el deber cívico colisiona con la salvación personal y está en jaque el daño irreparable a otro, se encadenan otros dilemas éticos de calado. Por ejemplo, si hay personas que merecen segundas oportunidades y otras que no. Es decir, si los errores condenan a una vida en un solo acto del que nunca no podremos recobrarnos, lo que limitaría el perdón y determinaría que las personas no pueden cambiar.
Otra encrucijada que se plantea en la película es la pendiente resbaladiza de aceptar sin la suficiente ponderación el criterio del mal menor como daño colateral para resolver conflictos éticos. En este caso, el mal menor tendría como principal consecuencia declarar culpable a un inocente para que nada interfiera en los planes vitales de Justin Kemp, considerando estos más importantes que los del acusado, James Sythe. Esta es una opción ética inviable, como veremos hacia el final de esta lectura fílmica.
La función de la culpa que grita a la conciencia la necesidad de reparación es una constante en el día a día de Justin Kemp que trata de ocultar a todos y, particularmente, a su esposa el infierno interior que atraviesa en las sesiones del juicio y en las deliberaciones como jurado. La culpabilidad mezclada con el miedo contribuye a constantes cambios y contradicciones en los momentos de deliberación. En ocasiones, Kemp introduce dudas razonables en el resto de sus compañeros para no condenar al acusado y, en otros momentos, se contradice y recurre a la manipulación para influir en la culpabilidad. A lo que sucede en la conciencia de éste sólo tenemos acceso mediante las miradas dubitativas, inseguras y nerviosas o las inquietas manos de un personaje torturado que se maneja torpemente y juguetea ansioso con una moneda que ilustra la batalla contra el bien y el mal, las leyes o la ilusión de lo azaroso. Pero, en efecto, la culpa lo ve todo, aunque la justicia pueda ser ciega.
La imperfección de la justicia
Precisamente, al tema de la falibilidad personal se une como un asunto ético central la ceguera y la imperfección de la justicia humana que puede dar lugar a errores. Así, la hipérbole de la máxima virtud de la justicia representada en la figura femenina de la diosa griega Temis con los ojos tapados como signo de imparcialidad e igualdad ante la ley, se traspone en este film como origen del máximo mal: la ceguera que impide ver la verdad y tiene una dramática consecuencia en los errores judiciales por los que pagan inocentes. De hecho, la imagen de Temis aparece de forma recurrente en distintos momentos claves del film.
Clint Eastwood nos invita a seguir las tribulaciones morales de los personajes del jurado popular construidos con una profundidad psicológica que revela sus motivaciones más oscuras y sus conflictos éticos, a través de las particulares versiones de lo correcto. Esto contamina la visión de una realidad que se presenta brumosa por los prejuicios adquiridos a partir de experiencias vitales difícilmente superables, necesidades y expectativas. ¿Puede ser imparcial alguien que perdió a su hermano con dieciocho años por pertenecer a la misma banda de tráfico de drogas que el acusado?, ¿puede empatizar con el acusado una mujer o un hombre, tras conocer que abandonó a su pareja en mitad de la noche y lloviendo, tras una discusión? o ¿hasta qué punto puede perderse la objetividad por las presiones externas e internas para alcanzar cuanto antes un veredicto común bien por las urgencias personales propias o bien por las necesidades y los recursos del sistema? Pero, al mismo tiempo, es necesario preguntarse si estos son argumentos lo suficientemente contundentes para condenar a alguien a cadena perpetua con sesgos en la investigación y pruebas aportadas que no son concluyentes como irá desvelando en el film.
El cineasta norteamericano, con un completo dominio de la tensión y el ritmo de la película, mantiene intacta la atención del espectador que espera hasta el final el giro del guion o un vuelco que facilite la deliberación. Pero, de la sala de cine se sale, como sucede en las grandes películas y en el mejor cine clásico, con más preguntas que respuestas. Con todo, la cinta, aunque parezca lo contrario, no está en absoluto cargada de desolación. La brecha de esperanza está en la evolución psicológica del personaje femenino de la fiscal, Toni Collette; en la capacidad de amor incondicional de Ally, profesora y esposa de Justin; y en el nacimiento de la hija de estos, hacia el final de un film abierto que sugiere la posibilidad de un nuevo y esperanzador comienzo.
Una mirada desde la bioética personalista
La bioética personalista contribuye a ensanchar miradas y a orientar elecciones para evitar el colapso y la parálisis ante algunas disyuntivas éticas como las planteadas en esta película que exponen la falibilidad extrema de las personas y de algunos de los sistemas de los que se dotan los estados para organizar la vida en común. La responsabilidad es un criterio ético superior a la tentación de salvación personal mediante la manipulación, la mentira o el argumento de la libertad individual para actuar de forma arbitraria. Precisamente, el principio de libertad y de responsabilidad defiende que la primera no puede considerarse como pura iniciativa ni autonomía exclusiva, sino que debe hacerse cargo responsablemente de la vida propia y de la ajena.
En este contexto, la búsqueda del bien moral es la principal referencia que debe guiar la deliberación ética para no realizar acciones maleficentes y obliga a detener cualquier daño consciente que podamos causarnos a nosotros mismos y a otros[1]. Este fundamento afecta también al criterio del mal menor o el bien posible cuando se trata de elegir entre males morales por considerar que este tipo de daño no puede ser objeto de elección directa y el fin bueno o factible no puede ser alcanzado a través de acciones malas [2].
Frente a modelos pragmático-utilitaristas o modelos subjetivistas en los que la acción recae bien en el cálculo del coste/beneficio o bien se eleva la opción autónoma como único fundamento de la actuación moral, el modelo bioético personalista defiende el enraizamiento del juicio ético en la verdad. Ello implica una “continua confrontación y disponibilidad para reconocer los propios errores”[3] y un modelo antropológico no reduccionista que pone en el centro la defensa de la dignidad personal el carácter espiritual, intelectivo y moral de la persona, así como la capacidad humana para reelaborar conscientemente la realidad y encauzar las acciones de la mejor manera.
Según Robert Spaemann, “no basta la justicia para hacer justicia al hombre (…) Hacer justicia va más allá de la justicia. Exige dos cosas distintas: conocimiento y amor, entendido como benevolencia para querer dar a otros lo que es bueno para uno mismo (…) Actuar significa producir efectos (…) Se trata, a fin de cuentas, de la vieja cuestión de si el fin justifica los medios (…) Lo que va contra la piedad, contra el respeto debido al hombre, contra las buenas costumbras, debe ser considerado como imposible”[4]. El filósofo sugiere que cuando se tiene ganas de hacer algo cuyas consecuencias dañan a un tercero, entonces podemos plantearnos las consecuencias y preguntarnos si es justo actuar así y si podemos responder de ese acto, sin dañarnos a nosotros mismos. Estamos ante una película magistralmente hecha que no hay que perderse.
Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética por la Universidad Católica de Valencia – Miembro del Observatorio de Bioética – Universidad Católica de Valencia
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[1] Sgreccia, E. (2012). Manual de bioética I. Madrid: BAC, págs.218-222.
[2] Íbid, pág. 235.
[3] Ibid, pág. 80. Sgreccia alude con esta frase a la obra D’ Agostino, Bioetica nella prospettiva della filosofia del diritto (1996), pág. 312. Edición en castellano (2003) Bióetica. Estudios de Filosofía del Derecho, Eunsa, Pamplona.
[4] Spaemann, R. (2010). Ética: Cuestiones fundamentales. Pamplona: Eunsa, págs..77-90