“El viejo acaba de morir. El cura en la ceremonia abunda en elogios: – ¡El finado era un buen marido, excelente cristiano y un padre ejemplar!!… La viuda voltea hacia uno de sus hijos y le dice al oído: – Anda al cajón y mira si es tu papá el que está adentro…” Posiblemente sea un chiste – por lo lineal – sin mayor empaque como para reclamar una carcajada. A lo sumo, puede avivar una sonrisa. Sea como fuere, para mí tiene la gracia de mover a la reflexión. Comenzaré por la moraleja: tener en alto el ser coherente. La virtud de la coherencia, pensar, vivir y obrar en un solo sentido, alineadas y en correspondencia las tres, avala el prestigio, la palabra empeñada y la confianza que una persona obtiene y de la que goza.
El grado de coherencia se mide – si cabe la acción – sobre la base de una conciencia recta capaz de verificar, no solamente si se actúa conforme a ley, sino si las intenciones fundamentan o confirman la conducta o las obras. La coherencia no siempre refulge como letreros luminosos, pero sí que genera estabilidad y previsibilidad en las relaciones personales, amicales, laborales y políticas, a partir de las cuales, los proyectos en común y la constitución de instituciones u organizaciones se abren sólidas al futuro. Por el contrario, cuando las personas [no las instituciones, pues aquellas le marcan el ritmo, la cultura y su destino] tienen como foco principal copar el cuerpo de un titular; acumular ‘likes’, tanto virtuales como presenciales; buscar enfáticamente ser el receptor de todos los elogios en la oficina, en el club, en el barrio; en suma, ser y parecer políticamente correctos, siempre y en todo lugar, esas personas terminan hipotecando sus principios a la causa más conveniente a sus propósitos, pisoteando los mínimos gestos de lealtad y actuando – ‘forzadamente’, eso espero – en contra de lo que piensa.
La incoherencia no solamente afecta a la misma persona y a sus relaciones, también se extiende y perjudica el despliegue social. Me refiero a los hombres públicos, políticos o no, que gestionan unas funciones que, de su cabal cumplimiento eficiente, depende el bien de muchísimas personas. Se espera que un juez – porque se conoce – dicte sentencia en un plazo prudente; que un congresista proponga leyes en favor de la ciudadanía; que un ministro active sostenidamente su sector; que un director de un hospital brinde servicios médicos eficaz y oportunamente. La investidura y nombramiento de un cargo gubernamental incluyen unas prerrogativas precisamente para que, en coherencia con lo que se espera de él, atienda las necesidades de la población que le corresponde asistir. Más cuando un político se abraza a los refinamientos que trae consigo el poder, de cara a su función y a sus electores actúa con incoherencia. Por tanto, para mantenerse en su cargo, ofrece sin cesar, pierde el tiempo en reuniones infructuosas y aparece en las primeras planas, en el fondo sabe que es pura hojarasca, que no va a honrar su palabra. Gajes de la incoherencia.