La actividad profesional -las tareas con las que cada uno se gana la vida y obtiene también los recursos para su familia- es una actividad que suele abarcar muchas horas de la jornada diaria. En el contexto laboral, se habla de 8 horas de dedicación por día, que en ocasiones se incrementa según la dedicación que cada uno desee darle o las exigencias del contexto.
Esta actividad diaria y demandante de tiempo se enmarca en muchas ocasiones dentro de un esquema contractual: se recibe una compensación económica por una dedicación de tiempo o por unas tareas específicas que deben cumplirse. Este hecho genera que la actividad laboral se reduzca a una relación contractual, y se gestione, por tanto, bajo esta perspectiva. Ahora mismo, por ejemplo, algunos políticos discuten la conveniencia de elevar la remuneración mínima vital.
Pero el exceso de atención a esta dimensión contractual del trabajo lleva a un reduccionismo de una actividad que tiene mucho más implicancias que ser un objeto de contraprestación. Por ejemplo, se deja de mirar que el trabajo es una realidad fundamental para la sobrevivencia de la especie humana. Dentro de los seres naturales, el hombre no está habilitado de capacidades físicas que le permitan asegurarse la supervivencia; y por tanto, si solo contara con ellas, quedaría a merced de los otros seres y de la propia naturaleza. Pero en cambio, está dotado de unas capacidades superiores y de unas manos con las que puede construir herramientas que le permiten suplir dichas deficiencias físicas, e incluso, escapar de lo meramente natural: todos los seres naturales deben adaptarse al ambiente para sobrevivir; el hombre, en cambio, adapta el ambiente a su naturaleza, y sobrevive.
Esta adaptación de la naturaleza se realiza a través del trabajo. El trabajo, por tanto, adquiere un rol esencial en la supervivencia de la humanidad; al punto que si en este momento los hombres dejaran de trabajar, la especie humana correría peligro de extinción. Piense, por ejemplo, en las personas que ahora mismo están trabajando en las centrales de energía del hemisferio norte. Si ellos abandonaran sus puestos, gran parte de la población de ese hemisferio no sobreviviría las condiciones naturales de frío.
Con relación a esto, surge también una cuestión importante, que no trataré ahora, pero que la dejo expuesta. Existe una correspondencia estrecha entre las condiciones de la naturaleza y esta capacidad de trabajar del hombre. Si la naturaleza fuese caótica, no tendría ningún sentido la capacidad de razonar, de entender la realidad y de generar herramientas del hombre. Hay algo allí que merece una atención detenida.
Podemos ir cerrando esta reflexión considerando que el trabajo humano -cualquiera que fuese- es una actividad que crea valor. Parte de ese valor es correspondido por la contraprestación económica que uno recibe por su trabajo; pero como me lo hacía ver un amigo arquitecto: uno nunca entrega todo el valor que se genera cuando se trabaja bien.
Cuando se trabaja bien, el valor generado es muy alto. Parte de ese valor se entrega al consumidor, pero una gran parte -la mayoría- queda en uno mismo. Por eso, quien trabaja bien cada vez es más valioso. De un lado, en uno queda la metodología, la organización de las actividades, los conceptos claros, los nuevos conocimientos, los contactos con otros expertos, un mayor dominio del entorno, la capacidad de explicar cuestiones complejas; y de otro -y ojalá siempre sea así- el espíritu de servicio, el no temer que aparezcan situaciones complejas, el interés por resolver los problemas de los clientes, la ética.
Sin duda, la necesidad de trabajar bien, de cimentar los conocimientos es imprescindible para los profesionales independientes. En nuestro país, hay médicos que tienen listas de pacientes que llegan hasta medio año. Si esto se da es, porque muchos médicos no han estudiado ni han trabajado con esta mentalidad de que gran parte del valor que genera un buen trabajo se queda en uno mismo. De igual forma, tampoco es positivo que uno reciba una contraprestación económica que sea desproporcionada a la actividad desarrollada. Si esto sucede, el trabajo no es una fuente de valor para uno, sino uno dádiva que otro entrega; y en lugar de crecer, uno involuciona: las capacidades que no se desarrollan se deterioran.
Por tanto, una conclusión sencilla y simple: trabajar bien; cada vez mejor. No importa si la contraprestación económica actual es la que corresponde al esfuerzo y valor generado; el mayor valor de un trabajo bien hecho siempre queda en uno; y tarde o temprano, será reconocido también económicamente…