Esta mañana, 16 septiembre de 2022, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el Santo Padre Francisco ha recibido en Audiencia a los participantes en el Capítulo General de los Cistercienses de la Estricta Observancia (trapenses).
Publicamos a continuación el discurso que el Papa dirigió a los presentes durante el encuentro:
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Discurso del Papa
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Agradezco al Abad General sus palabras de saludo y presentación. Sé que estáis celebrando la segunda parte de vuestro Capítulo General, en la Porciúncula de Santa María de los Ángeles: un lugar tan rico en gracia que seguramente habrá contribuido a inspirar vuestras jornadas.
Me alegro con vosotros por el éxito de la primera parte del Capítulo, celebrado en el mismo lugar, durante el cual se eligió también al nuevo Abad General. Usted, Padre, se puso inmediatamente a visitar las doce regiones en las que se encuentran sus monasterios. Me gusta pensar que esta «visita» se produjo con el santo cuidado que la Virgen María nos muestra en el Evangelio. «Se levantó y se fue deprisa», dice Lucas (1,39), y esta expresión merece siempre ser contemplada, para que podamos imitarla, con la gracia del Espíritu Santo. Me gusta rezar a la Virgen que tiene «prisa»: «Señora, tienes prisa, ¿verdad?». Y ella entiende ese lenguaje.
El padre Abad dice que en este viaje ha «recogido los sueños de los superiores». Me llamó la atención esta forma de expresarse, y la comparto plenamente. Tanto porque, como sabéis, yo también entiendo «soñar» en este sentido positivo, no utópico sino proyectual; como porque aquí no se trata de los sueños de un individuo, aunque sea el general superior, sino de una puesta en común, de una «colección» de sueños que surgen de las comunidades, y que imagino serán objeto de discernimiento en esta segunda parte del Capítulo.
Se resumen así: sueño de comunión, sueño de participación, sueño de misión y sueño de formación. Me gustaría ofrecer algunas reflexiones sobre estos cuatro «caminos».
En primer lugar, me gustaría hacer una nota, por así decirlo, de método. Es una indicación que me viene del enfoque ignaciano, pero que, en el fondo, creo que tengo en común con vosotros, hombres llamados a la contemplación en la escuela de San Benito y San Bernardo. Es decir, se trata de interpretar todos estos «sueños» a través de Cristo, identificándonos con Él a través del Evangelio e imaginando -en un sentido objetivo y contemplativo- cómo soñó Jesús estas realidades: comunión, participación, misión y formación. En efecto, estos sueños nos construyen como personas y como comunidad en la medida en que no son nuestros, sino suyos, y los asimilamos en el Espíritu Santo. Sus sueños.
Y aquí se abre el espacio para una hermosa y gratificante búsqueda espiritual: la búsqueda de los «sueños de Jesús», es decir, de sus mayores deseos, que el Padre suscitó en su corazón divino-humano. Aquí, en esta clave de contemplación evangélica, me gustaría «resonar» con sus cuatro grandes sueños.
El Evangelio de Juan nos ofrece esta oración de Jesús al Padre: «La gloria que me has dado, yo se la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y para que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado como a mí» (17,22-23). Esta santa Palabra nos permite soñar con Jesús en la comunión de sus discípulos, nuestra comunión como «suya» (cf. Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 146). Esta comunión -es importante dejarlo claro- no consiste en nuestra uniformidad, homogeneidad, compatibilidad, más o menos espontánea o forzada, no; consiste en nuestra común relación con Cristo, y en Él con el Padre en el Espíritu. Jesús no tuvo miedo de la diversidad que existía entre los Doce, y por lo tanto nosotros tampoco debemos temer la diversidad, porque al Espíritu Santo le encanta avivar las diferencias y hacer de ellas una armonía. En cambio, nuestros particularismos, nuestros exclusivismos, esos sí, debemos temerlos, porque causan divisiones (cf. Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, 131). Por lo tanto, el sueño de comunión de Jesús nos libera de la uniformidad y de las divisiones, ambas cosas malas.
Otra palabra que tomamos del Evangelio de Mateo. En la controversia con los escribas y fariseos, Jesús dice a sus discípulos: «No os llaméis ‘rabino’, porque uno es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis «padre» a ninguno de vosotros en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el celestial. Y no os llaméis «guías», porque uno es vuestro Guía, el Cristo» (23:8-10). Aquí podemos contemplar el sueño de Jesús de una comunidad fraterna, en la que todos participan sobre la base de una relación filial común con el Padre y como discípulos de Jesús. En particular, una comunidad de vida consagrada puede ser un signo del Reino de Dios al testimoniar un estilo de fraternidad participativa entre personas reales y concretas que, con sus limitaciones, eligen cada día, confiando en la gracia de Cristo, vivir juntos. También los instrumentos de comunicación actuales pueden y deben estar al servicio de la participación real -no sólo virtual- en la vida concreta de la comunidad (cf. Evangelii gaudium, 87).
El Evangelio nos entrega también el sueño de Jesús de una Iglesia totalmente misionera: «Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a cumplir todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Este mandato concierne a todos en la Iglesia. No hay carismas que sean misioneros y otros que no lo sean. Todos los carismas, en la medida en que son dados a la Iglesia, son para la evangelización de los pueblos, es decir, misioneros; por supuesto, de maneras diferentes, muy diferentes, según la «imaginación» de Dios. Un monje que reza en su monasterio desempeña su papel para llevar el Evangelio a esa tierra, para enseñar a la gente que vive allí que tenemos un Padre que nos ama y que en este mundo estamos en camino hacia el Cielo. Entonces, la pregunta es: ¿cómo se puede ser cisterciense estricto y formar parte de «una Iglesia en salida» (Evangelii gaudium, 20)? En el camino, pero es una salida. ¿Cómo experimentas la «dulce y reconfortante alegría de evangelizar» (San Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, 75)? Sería bueno escucharlo de ustedes, contemplativos. Por ahora, nos basta con recordar que «en cualquier forma de evangelización la primacía es siempre de Dios» y que «en toda la vida de la Iglesia debe quedar siempre claro que la iniciativa es de Dios, que ‘es él quien nos ha amado’ (1 Jn 4,10)» (Evangelii gaudium, 12).
Finalmente, los Evangelios nos muestran a Jesús cuidando de sus discípulos, educándolos con paciencia, explicándoles, al margen, el sentido de ciertas parábolas; e iluminando con palabras el testimonio de su forma de vida, de sus gestos. Por ejemplo, cuando Jesús, después de haber lavado los pies a los discípulos, les dice: «Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15), el Maestro sueña con la formación de sus amigos según el camino de Dios, que es la humildad y el servicio. Y cuando, un poco más tarde, dice: «Muchas cosas tengo que deciros todavía, pero por el momento no podéis soportar su carga» (Jn 16,12), Jesús deja claro que los discípulos tienen un camino que recorrer, una formación que recibir; y promete que el Formador será el Espíritu Santo: «Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará a toda la verdad» (v. 13). Y podría haber muchas referencias evangélicas que atestiguan el sueño de la formación en el corazón del Señor. Me gusta resumirlos como un sueño de santidad, renovando esta invitación: «Que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad». Que todo esté abierto a Dios y para ello elíjalo, elija a Dios una y otra vez. No os desaniméis, porque tenéis la fuerza del Espíritu Santo para hacerlo posible, y la santidad, al fin y al cabo, es el fruto del Espíritu Santo en vuestra vida (cf. Gal 5,22-23)» (Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 15).
Queridos hermanos y hermanas, les agradezco su presencia y les deseo lo mejor en la conclusión de su Capítulo. Que la Virgen te acompañe. De corazón te bendigo a ti y a todos tus cohermanos del mundo. Y les pido que por favor recen por mí.