¿El sentido común o la locura?
“Que la gente conozca los hechos y el país estará seguro”, Abraham Lincoln

En el siglo pasado, los años sesenta significaron una década de cambios, pero, sobre todo, fueron una coyuntura histórica en la que la humanidad inició un cambio de época: la transición de la modernidad a – lo que hoy llamamos – la postmodernidad.
Dos guerras mundiales, el fracaso de los sistemas políticos y económicos para erradicar la inequidad, la injusticia social y la pobreza; sistemas que – en el altar de las ideologías – sacrificaron la libertad y la igualdad humanas, además del fracaso técnico-científico en la solución de los más importantes problemas humanos y sociales, provocaron un sentimiento de historia sin futuro y de esperanza frustrada en el progreso. Todo lo cual produjo una desmotivación en el esfuerzo y en el trabajo del ser humano, un predominio de lo rápido y fácil, apatía hacia el bien común y una búsqueda de refugio en todo lo individual y personal, con el consecuente rechazo a todo lo jerárquico e institucional.
Con ello, desaparecen las verdades institucionales y absolutas y cada quien elabora y vive según el menú de sus propias “verdades”, en medio de incertidumbre, relativismo moral, subjetivismo y una sobrecarga de información en la que nada es importante o todo vale lo mismo.
Lo que importa – para el hombre postmoderno – es gozar. La búsqueda hedonista del placer por el placer dirige la existencia humana y para lograrlo – a costa de lo que sea – hay que tener. Ahora, predominan la estética sobre la ética, el tener sobre el ser, lo tangible y material sobre lo trascendente.
El resultado de todos estos nuevos rasgos de postmodernidad es una “cultura” de lo liviano, lo etéreo, lo fácil, lo desechable, lo superficial y lo falto de compromiso, unido a la búsqueda de un estilo de vida con lujo, confort y derroche, indiferente a las necesidades de las grandes masas de la población.
En adelante, estos rasgos, característicos de la postmodernidad, afectan, explican, inciden y se evidencian en toda la vida y comportamiento del ser humano y en su dimensión social: en la convivencia ciudadana y en el modo de hacer política. Entendiendo aquí por “política”, según el concepto original griego, no solamente el oficio de gobernar, sino, sobre todo, la participación de todos los ciudadanos en la búsqueda del bien común de la “polis”, de la ciudad.
Nadie desconoce que hoy el oficio y ejercicio de la política – siendo el más importante de todos en la tarea de liderazgo y construcción social – es, también, el más desprestigiado de todos. Especialmente porque los políticos se han dedicado a la búsqueda de bienes personales y particulares y se olvidaron de la búsqueda del bien común.
Este desprestigio produce, al mismo tiempo, una crisis en la “democracia”, como sistema de gobierno que garantiza el respeto a los derechos de los ciudadanos y la mayor participación de todos en la construcción de las mejores aspiraciones colectivas.
Son muchos los factores que explican el desprestigio del ejercicio de la política y de los políticos y que – por ello – atentan contra la democracia y la confianza en sus instituciones. Sobresalen, entre otros, la corrupción en la administración pública y privada, con la consecuente frustración y descontento; la inequidad social, con el consecuente resentimiento que genera; el debilitamiento de las instituciones que deberían procurar el cumplimiento de la ley y el respeto por los derechos de todos, como causa y efecto de esta crisis y la apatía e indiferencia política que todo esto produce, como caldo de cultivo para la aparición de agentes y movimientos antidemocráticos.
Por la brevedad que este escrito me demanda, me limito a subrayar dos aspectos fundamentales en esta crisis: la posverdad y el populismo.
Hannah Arendt, la gran filósofa e historiadora, en su discurrir sobre “Verdad y Política” se lamenta diciendo que “la verdad y la política nunca se llevaron bien” y que “nadie puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas”. Así, a falta de instituciones (políticas o religiosas) que – como en la modernidad – dicten una verdad objetiva y válida universalmente y en medio del caos y el sin-sentido que significa vivir sin certezas, el hombre postmoderno vive construyendo “sus” verdades, medias verdades o mentiras absolutas que le justifiquen su estilo de vida, sus intereses, su comportamiento, su ser y estar en el mundo. Así, el ejercicio de la política resulta convertido en politiquería y demagogia.
Asistimos – entre desconcertados y aterrados – a la prédica y propagación de mentiras como si fuesen verdades, a la justificación de decisiones arbitrarias, de violencia, de represión e incluso de guerras mediante mentiras y falacias repetidas para que parezcan verdades, a la imposición de posverdades como si fuesen la verdad. Vivimos abrumados por la sobrecarga de desinformación o información política falsa para manipular a la opinión pública, con tal de conseguir objetivos reprobables, propósitos que nunca benefician el bien común ni están acordes con el sentido y sentir común o con los mejores valores y anhelos humanos.
La “verdad” de la postmodernidad o “posverdad”, como hoy se le llama, tan privilegiada y usada hoy por los profesionales la politiquería en campañas electorales y en decisiones gubernamentales da mayor valor y peso a las emociones y a la histeria colectiva que a la razón o a los hechos y evidencias; distorsiona la realidad de manera selectiva con tal de fundamentar narrativas interesadas y de confundir en la tarea humana de diferenciar la verdad de la mentira.
Puesto que no se nos permite conocer la verdad de los hechos y se miente reiteradamente y sin escrúpulos, si nos atenemos a la máxima de Abraham Lincoln: “Permitan que la gente conozca los hechos (la verdad) y el país estará seguro”, vivimos hoy – gracias a la farsa e hipocresía como estilo de vida y oficio de nuestros politiqueros y gobernantes de turno – en una situación nacional e internacional de inseguridad, indefensión, inestabilidad, desconfianza, desprotección, incertidumbre y perplejidad.
El populismo es una falsa y nefasta forma de ejercer la politiquería con apariencia de política. Hay populismo y populistas en todos los ámbitos de la vida en sociedad: entre los políticos de derecha, centro o izquierda, entre los guías religiosos, entre los dirigentes, empresarios, docentes y padres de familia, etc. Muchas sociedades del mundo ya están siendo dirigidas por populistas y deshonestos, temerosos de descubrir y de anunciar la verdad, muy proclives a la adulación, a la complicidad, a la complacencia y a la hipocresía, a la doble moral que es incoherencia entre las palabras y los hechos, entre lo que se cree y lo que se vive, entre lo que se predica y lo que se practica.
El populismo tiene como cabezas a “líderes” carismáticos, capaces de conectar con las emociones, prejuicios, resentimientos y antivalores de algunos grupos; con discursos que apelan a la polarización, a la división social y nunca a la unión, al odio y nunca a la convivencia pacífica, a análisis y soluciones rápidas y fáciles de los complejos y graves problemas sociales, al nacionalismo, a la desconfianza en las instituciones, al mesianismo y al autoritarismo y nunca al consenso.
El populista divide para vencer, enfrenta, culpa al pasado y a otros de su ineficacia, lleno de temores convierte sus miedos en represión, no gobierna para todos sino para quienes – por conveniencia o por temor – le aplauden y adulan. Así, va construyendo a su alrededor, el reino del poder por el poder, no para el servicio, reino de la mediocridad, de la ineptitud, de la retórica tramposa, de la censura, etc.
“Los populistas de hoy emergen en democracias y, una vez en el poder, las erosionan hasta transformar el régimen hacia el autoritarismo. Tal transformación… depende de la fortaleza institucional que les rodea” (De la Torre y Peruzzotti citados por Eduardo Posada Carbó – El Tiempo.cm – 16 de enero – 2025) y Cayetana Álvarez de Toledo, Diputada española, por su parte, en discurso a los estudiantes de la Universidad de la Libertad en México, dice que hoy, como el agua o la electricidad, “la verdad es un bien de primera necesidad”. Para hacer frente a todo lo que amenaza a lo mejor de nuestra convivencia social, para hacer frente a la mentira, a la posverdad y a la politiquería, para hacer frente a todas las formas de populismo, nos corresponde a todos – en contra de la indiferencia y la apatía – actuar y participar en todos los espacios de vida social y política posibles y disponibles. No basta con el voto, pues abundan los regímenes de gobierno antidemocráticos en las que, también y muy frecuentemente, se vota.
Nos corresponde a todos procurar el liderazgo político de los más capaces e inteligentes, de los más honestos y de quienes procuren la defensa, compromiso y respeto de valores humanos, sociales y democráticos.
Nos corresponde a todos elegir entre la verdad o la mentira, entre la modestia o el espectáculo, entre el altruismo o la egolatría, entre la autoridad o el autoritarismo, entre el civismo o el despotismo, entre la unión o la polarización, entre la libertad o el servilismo, entre el espíritu crítico o la censura, entre el orden social o el caos y la anarquía, entre la construcción social o la degradación moral, entre el bien de todos o el beneficio y aprovechamiento de unos pocos, entre la sensatez, la razón, el sentido común o el desquiciamiento y la locura.
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