El cineasta Juan Antonio Bayona revive con su película “La sociedad de la nieve” la tragedia aérea de los Andes, ocurrida hace más de cincuenta años. Es una historia ejemplar de generosidad y resiliencia que hizo posible que la vida humana se abriera paso, contra todo pronóstico, en condiciones de extrema dificultad. Bayona nos muestra un camino de salvación para la civilización humana basado en la donación y el cuidado de los más vulnerables. Una sociedad para sobrevivir frente a contravalores actuales que comportan justo lo contrario, sobrevivir a la sociedad.
Ante la calamidad, en los seres humanos hay más motivos para la admiración que para el desprecio. Esta frase del escritor Albert Camus en La peste tiene su réplica en la película La sociedad de la nieve del director español, Juan Antonio Bayona, seleccionada para representar a España en los Óscar y con trece nominaciones a los premios Goya. Sobre el histórico accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya que en 1972 realizaba el trayecto entre Montevideo y Santiago de Chile y se estrelló en los Andes, con 45 pasajeros -incluido un joven equipo de rugby- de los que sólo 16 lograron sobrevivir, se han hecho dos películas: la mejicana Supevivientes de los Andes (1976) y la norteamericana ¡Viven! (1993). Sin embargo, el relato cinematográfico de Bayona, lejos de ser un remake o de alargar la sombra de la antropofagia, ha resignificado aquella vivencia desde coordenadas humanistas que devuelven plena actualidad e interés a este dramático suceso.
El cineasta hace hincapié en el modelo de civilización creado por los supervivientes de la tragedia aérea durante los 72 días y sus respectivas 72 noches en los que dejaron de existir para el mundo y se abandonaron las tareas de búsqueda ante la inviabilidad de poder resistir a temperaturas tan extremas. Esta pequeña comunidad tuvo que cortar los vínculos con los patrones y convenciones sociales conocidas para crear una nueva normalidad, instaurar rutinas y repartir tareas, abrazando valores comunes que, además de facilitar la supervivencia, proporcionaban instantes de sosiego, esperanza e incluso breves momentos de felicidad en medio del sufrimiento.
Bayona pone el acento en el poder de la generosidad y de la resiliencia humana que provoca en los espectadores una creciente empatía hacia los personajes que dan lo mejor de sí mismos y son un referente ejemplar de hermandad y cuidado de los más vulnerables. En efecto, la generosidad catapulta a darse sin esperar nada cambio y, en el film, alude a una donación y entrega auténticas hacia los demás y, en particular, con los heridos y enfermos. Al amor incondicional y el compañerismo que mueve a todos a sacar fuerzas para seguir juntos y vivos, se une un profundo respeto ante las distintas posiciones que adopta el grupo en torno al dilema moral por la posibilidad de morir si no se alimentan de los cuerpos de los fallecidos.
Ni una descalificación, ni un juicio ni un reproche hacia los católicos del grupo que consideran los cuerpos sagrados y prefieren morir a alimentarse de la carne de los compañeros y familiares. El mismo respeto dispensan los creyentes hacia quienes aceptan esta alimentación y oran ante los cadáveres como signo de reverencia y petición de permiso. Un ejemplo de esta extrema generosidad es el personaje de Numa Turcatti (el actor Enzo Vogrincic) que se niega a comer y, sin embargo, antes de morir firma un documento en el que hace explícito su consentimiento para que su cuerpo sirva de alimento al grupo y pueda mantenerse con vida. Se trata de uno de los momentos más humanos del film con un hondo componente metafísico al abrirse paso un bellísimo diálogo entre los vivos y los muertos. Así como en otros relatos cinematográficos, el interés se centra únicamente en los supervivientes y en la antropofagia, Juan Antonio Bayona, con La sociedad de la nieve ha querido rendir un tributo especial a los muertos que facilitaron a otros seguir con vida y poder regresar al lado de sus familias. La voz en off de Numa articula de inicio a fin un relato que el cineasta ha rodado premeditadamente con actores uruguayos y argentinos no profesionales, a fin de que el protagonismo fuera colectivo. Además, no se emplean nombres ficticios, sino los nombres auténticos de muertos y supervivientes, lo que abunda en el humanismo fílmico que caracteriza la forma de hacer cine de Juan Antonio Bayona.
Si bien la mayoría de las escenas han sido rodadas en lugares recónditos y casi inaccesibles de la Sierra Nevada granadina, buscando una geografía similar al lugar del accidente, hay otras que se han filmado en la cordillera de los Andes, en una zona muy próxima a la que se estrelló el avión. Todo ello ha requerido una habilidad técnica magistral y conseguir los mejores efectos especiales que, precisamente, son aquellos que no se perciben como tales. Además, tanto los familiares de los supervivientes como de los fallecidos han permanecido en contacto durante todo el rodaje con los actores, e incluso algunos fueron acogidos en las casas particulares con la finalidad de conocer más de cerca las vidas humanas que iban a representar en la ficción. El equipo de rodaje realizaba por separado las reuniones con supervivientes, así como con los allegados y familiares de aquellos que no sobrevivieron a la tragedia. Durante los más de cincuenta años transcurridos y, sobre todo, el dolor de lo ocurrido había impedido el contacto y congelado los procesos de duelo. Y justamente en este ámbito más privado, no captado por la cámara, acontece una historia paralela a la película tan rebosante de afectividad, ternura y humanidad como el propio relato filmado. Como agradecimiento a la hospitalidad mostrada, Juan Antonio Bayona decidió hacer un pase privado de la cinta al que invitó a supervivientes y familiares de los fallecidos. Un total de 360 personas juntas. El propio director ha contado en entrevistas de promoción de la película que esta iniciativa favoreció una catarsis colectiva. Tras visionar juntos la película, todos fueron capaces de aplaudir al unísono, abrazarse, llorar juntos y sanar tanto los duelos no procesados como el sentimiento de culpa de quienes regresaron. A estos últimos se les recibió como héroes cuando ellos mismos confesaron que se consideraban miserables. Todos se habían autoimpuesto un silencio y no acababan de reconocer lo que vivieron en las películas que hasta ahora han relatado la tragedia. Sólo el libro de Pablo Vierci, conocido de los 16 supervivientes del accidente, se ha aproximado a la realidad vivida y ha supuesto un desafío para Bayona convertirlo en un relato cinematográfico fiel a esta experiencia.
La película proporciona un gran abanico temático de interés filosófico y bioético. Pero, merece la pena centrarse en la propuesta de Bayona sobre los valores que caracterizan una sociedad humana capaz de sobrevivir, frente a contravalores como el egoísmo y el individualismo, crecientes en nuestra sociedad, que implican justo lo contrario: sobrevivir a una civilización que camina hacia la extinción. El director de La sociedad de la nieve nos muestra que el ser humano sólo puede sobrevivir rodeado de semejantes, siguiendo la máxima aristotélica de que únicamente una bestia o un Dios pueden vivir fuera de la sociedad. Bayona también nos enseña algo más, que una sociedad no es una suma de individualidades, ni ha de avergonzarnos la dependencia y la vulnerabilidad porque, precisamente, ahí reside la fuerza para abrazar nuestra condición humana. Como afirma uno de los supervivientes, Daniel Fernández Strauss, “nunca fuimos mejores personas que en la montaña por la forma en la que nos entregamos unos a otros”.
Amparo Aygües – Ex alumna Master Universitario en Bioética – Colaboradora del Observatorio de Bioética