La doctora María Elisabeth de los Ríos Uriarte, profesora e investigadora de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac de México, ofrece a los lectores de Exaudi su artículo sobre la petición de perdón del Papa Francisco a las comunidades indígenas en su viaje apostólico a Canadá.
***
No podía ser de otra manera. Francisco nos ha conmovido una vez más al besar la mano de una víctima indígena de los abusos cometidos por misioneros cristianos en tierras canadienses con el fin de su “evangelización”.
Lo simbólico del gesto no radica en la figura del Pontífice, aunque esto sorprende también, y tampoco en el beso que confirma, una vez más, que Francisco es un Papa de gestos y que su ministerio se enseña con acciones más que con palabras, más bien, lo verdaderamente conmovedor en esa imagen publicada en los medios es lo que su gesto dice acerca del perdón ofrecido.
No es fácil pedir perdón y tampoco lo es perdonar. A menudo se confunde el perdón con el olvido. Nada más lejano, quien perdona no olvida y quien ofrece perdón tampoco borra la historia. El dolor y la herida cicatrizan con el proceso de pedir perdón y perdonar pero queda la marca y qué bueno que sea así pues es signo de que no se debe volver a andar ese camino cuyas consecuencias fueron dañinas para otros y para uno mismo.
El perdón no es tampoco un maniobra política que obedezca a intereses mezquinos, el ofrecimiento de una disculpa del Papa Francisco no repara relaciones diplomáticas con Canadá ni es esa su intención, tampoco tiene que ver con el objetivo de que una autoridad demuestre humildad suficiente, ninguna de estas interpretaciones es acertada. El perdón ofrecido por Francisco es, ante todo, el ofrecimiento de la oportunidad de una nueva relación. El perdón es eso: una nueva oportunidad, una atravesada por la mirada compasiva, por el encuentro personal, por la amistad recién sembrada en el campo donde sólo había rencor y odio.
Las veces que leemos en los Evangelios que Jesús “perdona”, lo hace ofreciendo un nuevo horizonte, un nuevo camino, descubriendo que existen otras opciones y que es posible tomarlas aún cuando parezca que no las hay o que no se encuentran disponibles.
Este perdón que Jesús ofrece es un perdón que libera y lo hace porque a quien se le ofrece está preso de su propio pecado que puede ser tanto el haber ofendido como el estar resentido. Ambos pecados esclavizan: el primero por la culpa y el segundo por el deseo de venganza. En cambio, cuando Jesús dice “levántate, toma tu camilla y vete” (Lc. 5, 17-26) o cuando con ternura infinita le dice a la mujer adúltera: “mujer, ¿dónde están los que te acusan?… vete y no vuelvas a pecar” (Jn. 8, 10-11) está restaurando no sólo la posibilidad del encuentro personal sino un nuevo tiempo y un nuevo espacio “haciendo nuevas todas las cosas”.
Su perdón es entonces por un lado, liberador y por el otro, novedoso. Atrevido y confuso para unos, restaurador y compasivo para otros.
El perdón del Papa en tierras indígenas canadienses no es sólo un perdón más en la historia de la Iglesia Católica que, huelga decir, reconoce que es santa y pecadora, que está hecha de luces y sombras, de mucha humanidad y algo de divinidad. El perdón del Papa es, sobre todo, el ofrecimiento de una nueva oportunidad de relación donde se despojen de las etiquetas de “misioneros” o “clérigos”/”indígenas” o “pueblos nativos” para dar paso a un encuentro entre hijos e hijas de Dios. Sólo así, tiene sentido el perdón: cuando reinserta al ofensor y al ofendido en la dimensión del Amor del Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos y permite crecer juntos al trigo y a la cizaña.
Por esto es que el gesto sorprendió y como casi todos los gestos de Francisco, queda imposibilitado para una hermenéutica fuera de la vida cristiana cuyo fundamento es uno sólo que es la vida de Jesús y su relación con el Padre.