A las 17.30 horas de hoy, en la Basílica de San Pablo Extramuros, el Santo Padre Francisco presidió la celebración de las Segundas Vísperas en la Solemnidad de la Conversión del Apóstol San Pablo, como conclusión de la 58ª Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos sobre el tema: ¿Creéis en esto? (cf. Jn 11,26).
Participaron en la celebración representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales presentes en Roma.
Al final de las Vísperas, antes de la Bendición Apostólica, Su Eminencia el Card. Kurt Koch, Prefecto del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, dirigió una alocución de saludo al Santo Padre.
Publicamos a continuación el texto de la homilía que el Papa Francisco pronunció durante la celebración:
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Homilía
Jesús llega a casa de sus amigas, Marta y María, cuando su hermano Lázaro lleva ya cuatro días muerto. Toda esperanza parece ya perdida, hasta el punto de que las primeras palabras de Marta expresan su dolor junto con el pesar porque Jesús llega tarde: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto» (Jn 11,21). Pero, al mismo tiempo, la llegada de Jesús enciende la luz de la esperanza en el corazón de Marta y la lleva a una profesión de fe: «Pero ya sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá» (v. 22). Es esa actitud de dejar siempre la puerta abierta, ¡nunca cerrada! Y Jesús, de hecho, le anuncia la resurrección de entre los muertos no sólo como un acontecimiento que ocurrirá al final de los tiempos, sino como algo que ya está ocurriendo en el presente, porque Él mismo es resurrección y vida. Y luego le hace una pregunta: «¿Crees esto?» (v. 26). Esa pregunta es también para nosotros, para ti, para mí: «¿Crees esto?».
Detengámonos también nosotros en esa pregunta: «¿Crees esto?» (v. 26). Es una pregunta breve, pero desafiante.
Este tierno encuentro entre Jesús y Marta, que hemos escuchado en el Evangelio, nos enseña que, incluso en tiempos de desolación, no estamos solos y podemos seguir esperando. Jesús da vida, incluso cuando parece que toda esperanza se ha desvanecido. Después de una pérdida dolorosa, una enfermedad, una amarga decepción, una traición sufrida u otras experiencias difíciles, la esperanza puede flaquear; pero aunque cada uno de nosotros pueda experimentar momentos de desesperación o encontrarse con personas que han perdido la esperanza, el Evangelio nos dice que con Jesús la esperanza siempre renace, porque de las cenizas de la muerte Él siempre nos levanta. Jesús siempre nos levanta, nos da la fuerza para volver al camino, para empezar de nuevo.
Queridos hermanos y hermanas, no lo olvidemos nunca: ¡la esperanza nunca defrauda! ¡La esperanza nunca defrauda! La esperanza es esa cuerda a la que nos aferramos con un ancla en la playa. ¡Y eso nunca defrauda! Esto también es importante para la vida de las comunidades cristianas, de nuestras Iglesias y de nuestras relaciones ecuménicas. A veces nos abruma el cansancio, nos desaniman los resultados de nuestros esfuerzos, nos parece que incluso el diálogo y la colaboración entre nosotros no tienen esperanza, están casi condenados a muerte, y todo esto nos hace experimentar la misma angustia que Marta; pero el Señor viene. ¿Lo creemos? ¿Creemos que Él es resurrección y vida? ¿Que Él recoge nuestras fatigas y nos da siempre la gracia de retomar juntos el camino? ¿Lo creemos?
Este mensaje de esperanza está en el corazón del Jubileo que hemos comenzado. El apóstol Pablo, cuya conversión a Cristo recordamos hoy, declaró a los cristianos de Roma: «La esperanza, pues, no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). Todos nosotros -¡todos nosotros! – hemos recibido el mismo Espíritu, y éste es el fundamento de nuestro camino ecuménico. Es el Espíritu quien nos guía en este viaje. No se trata de cosas prácticas para entendernos mejor. No, está el Espíritu, y debemos ir bajo la guía de este Espíritu.
Y este Año Jubilar de la Esperanza, que celebra la Iglesia católica, coincide con un aniversario de gran significado para todos los cristianos: el 1700 aniversario del primer gran Concilio ecuménico, el Concilio de Nicea. Este Concilio se comprometió a preservar la unidad de la Iglesia en un momento muy difícil, y los Padres del Concilio aprobaron por unanimidad el Credo que muchos cristianos siguen recitando cada domingo durante la Eucaristía. Este Credo es una profesión de fe común que va más allá de todas las divisiones que han herido al Cuerpo de Cristo a lo largo de los siglos. El aniversario del Concilio de Nicea representa, por tanto, un año de gracia; representa también una oportunidad para todos los cristianos que recitan el mismo Credo y creen en el mismo Dios: redescubramos las raíces comunes de la fe, ¡conservemos la unidad! ¡Siempre adelante! Esa unidad que todos queremos encontrar, hagámosla realidad. ¿No recordáis lo que decía un gran teólogo ortodoxo, Ioannis Zizioulas: «Sé cuándo será la fecha de la plena unidad: el día después del Juicio Final»? Pero mientras tanto debemos caminar juntos, trabajar juntos, rezar juntos, amar juntos. Y eso está muy bien.
Queridos hermanos y hermanas, esta fe que compartimos es un don precioso, pero también un desafío. En efecto, el aniversario no debe celebrarse sólo como una «memoria histórica», sino también como un compromiso para dar testimonio de la creciente comunión entre nosotros. Debemos asegurarnos de no dejarla escapar, de construir lazos sólidos, cultivar la amistad mutua y ser tejedores de comunión y fraternidad.
En esta Semana de oración por la unidad de los cristianos podemos vivir también el aniversario del Concilio de Nicea como una llamada a perseverar en el camino de la unidad. Providencialmente, este año, la Pascua se celebrará el mismo día en los calendarios gregoriano y juliano, precisamente durante este aniversario ecuménico. Renuevo mi llamamiento para que esta coincidencia sirva de recordatorio a todos los cristianos para dar un paso decisivo hacia la unidad, en torno a una fecha común, una fecha para la Pascua (cf. Bula Spes non confundit, 17); y la Iglesia católica está dispuesta a aceptar la fecha que todos quieren: una fecha para la unidad.
Doy las gracias al metropolita Policarpo, que representa al Patriarcado ecuménico, al arzobispo Ian Ernest, que representa a la Comunión anglicana y concluye su valioso servicio, por el que estoy muy agradecido -le deseo todo lo mejor cuando regrese a su patria-, y a los representantes de las demás Iglesias que participan en este sacrificio vespertino de alabanza. Es importante rezar juntos, y vuestra presencia aquí esta tarde es motivo de alegría para todos. Saludo también a los estudiantes apoyados por el Comité para la colaboración cultural con las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales del Dicasterio para la promoción de la unidad de los cristianos, a los participantes en la visita de estudio del Instituto ecuménico de Bossey, del Consejo mundial de las Iglesias, y a los muchos otros grupos ecuménicos y peregrinos que han venido a Roma para esta celebración. Doy las gracias al coro, que nos ofrece un marco tan hermoso para la oración. Que cada uno de nosotros, como san Pablo, encuentre su esperanza en el Hijo de Dios encarnado y la ofrezca a los demás, allí donde la esperanza se ha desvanecido, las vidas se han destrozado o los corazones se han visto abrumados por la adversidad (cf. Homilía en la misa de la noche de Navidad, 24 de diciembre de 2024).
En Jesús, la esperanza siempre es posible. Él sostiene también la esperanza de nuestro camino común hacia Él. Y de nuevo vuelve la pregunta hecha a Marta y dirigida a nosotros esta tarde: «¿Creéis en esto?». ¿Creemos en la comunión entre nosotros? ¿Creemos que la esperanza no defrauda?