El Papa: “La misión de los cardenales: convertirse en instrumentos de la sinodalidad”

Homilía del Santo Padre Francisco durante el Consistorio

Vatican Media

A las 10 de este sábado, 30 de septiembre de 2023, en el parvis de la Basílica de San Pedro, el Santo Padre Francisco ha celebrado un Consistorio Ordinario Público para la creación de nuevos Cardenales, la imposición del birrete, la consagración del anillo y la asignación del Título o Diaconía.

Los 21 Cardenales de nueva creación que recibieron la imposición del birrete, la consagración del anillo y la asignación del Título o Diaconía son: Robert Francis Prevost, O.S.A., Prefecto del Dicasterio para los Obispos; Claudio Gugerotti, Prefecto del Dicasterio para las Iglesias Orientales; Víctor Manuel Fernández, Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe; Emil Paul Tscherrig, Nuncio Apostólico; Christophe Louis Yves Georges Pierre, Nuncio Apostólico; S.B. Pierbattista Pizzaballa, O.F.M., Patriarca Latino de Jerusalén; Stephen Brislin, Arzobispo de Ciudad del Cabo (Kaapstad); Ángel Sixto Rossi, S.I., Arzobispo de Córdoba (Argentina); Luis José Rueda Aparicio, Arzobispo de Bogotá; Grzegorz Ryś, Arzobispo de Łódź; Stephen Ameyu Martin Mulla, Arzobispo de Juba; José Cobo Cano, Arzobispo de Madrid; Protase Rugambwa, Arzobispo Coadjutor de Tabora; Sebastian Francis, Obispo de Penang; Stephen Chow Sau-yan, S.I., Obispo de Hong Kong; François Ruiz, S.J., Arzobispo de Bogotá, Obispo de Hong Kong; François-Xavier Bustillo, O.F.M. Conv, Obispo de Ajaccio; Américo Manuel Alves Aguiar, Obispo Auxiliar de Lisboa; Ángel Fernández Artime, S.D.B., Rector Mayor de los Salesianos; Agostino Marchetto, Nuncio Apostólico; Diego Rafael Padrón Sánchez, Arzobispo Emérito de Cumaná; Luis Pascual Dri, O.F.M. Cap., Confesor en el Santuario de Nuestra Señora de Pompeya, Buenos Aires.

Al comienzo de la celebración, el primero de los nuevos Cardenales, Su Eminencia el Card. Robert Francis Prevost, O.S.A., Prefecto del Dicasterio para los Obispos, dirigió un discurso de homenaje y acción de gracias al Papa en nombre de todos. A continuación, tras la oración y la lectura de un pasaje bíblico de los Hechos de los Apóstoles (12,1-11), el Santo Padre pronunció su homilía.

A continuación, el Papa leyó la fórmula de la creación y proclamó solemnemente los nombres de los nuevos Cardenales, anunciando sus Órdenes Presbiterales o Diaconales.

El Rito continuó con la profesión de fe de los nuevos Cardenales ante el pueblo de Dios y el juramento de fidelidad y obediencia al Papa Francisco y a sus sucesores.

Los nuevos Cardenales, según el orden de creación, se arrodillaron ante el Santo Padre, quien les impuso el zucchetto y el birrete cardenalicios, les entregó el anillo cardenalicio y asignó a cada uno una iglesia de Roma como signo de participación en la solicitud pastoral del Papa en la Urbe, entregándoles la Bula de creación de Cardenales y la asignación del Título o Diaconado.

Tras la entrega de la Bula de creación de Cardenales y de asignación del Título o Diaconado, el Santo Padre Francisco intercambió el abrazo de la paz con cada uno de los nuevos Cardenales.

Entre los nuevos Cardenales creados esta mañana, no estaba presente Su Eminencia el Card. Luis Pascual Dri, O.F.M. Cap.

Publicamos a continuación el texto de la homilía que el Santo Padre Francisco pronunció durante el Consistorio:

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Homilía del Santo Padre

Al pensar en esta celebración y particularmente en ustedes, queridos hermanos, que se convertirían en cardenales, me vino a la mente este texto de los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-11). Es un texto fundamental: el relato de Pentecostés, el bautismo de la Iglesia. Pero en realidad me llamó la atención un detalle en particular, las palabras expresadas por los judíos que «había en Jerusalén» (v. 5). Ellos dijeron: somos «partos, medos y elamitas» (v. 9), entre otros. Esta larga enumeración de pueblos me hizo pensar en los cardenales, que gracias a Dios provienen de todas partes del mundo, de las naciones más diversas. Ese es el motivo por el cual elegí este pasaje bíblico.


Meditando luego sobre este punto, me di cuenta de una especie de “sorpresa” que estaba escondida en esta asociación de ideas, una sorpresa en la que, con alegría, me pareció reconocer, por así decirlo, el humorismo del Espíritu Santo, disculpen la expresión.

¿En qué consiste esta “sorpresa”? En el hecho de que normalmente nosotros pastores, cuando leemos el relato de Pentecostés nos identificamos con los Apóstoles. Es natural que sea así. En cambio, esos “partos, medos, elamitas”, etcétera, que en mi mente había asociado a los cardenales, no pertenecían al grupo de los discípulos, estaban fuera del cenáculo, eran parte de esa «multitud» que «se congregó» al oír el ruido semejante a una fuerte ráfaga de viento (cf. v. 6). Los Apóstoles eran “todos galileos” (cf. v. 7), mientras que la gente allí congregada había venido «de todas las naciones del mundo» (v. 5), precisamente como los obispos y cardenales de nuestro tiempo.

Esta especie de inversión de roles nos hace reflexionar y, prestando atención, revela una perspectiva interesante, que quisiera compartir con ustedes. Se trata de que hagamos nuestra —y me incluyo también yo— la experiencia de esos judíos que por un don de Dios se encontraron siendo protagonistas del acontecimiento de Pentecostés, es decir, del “bautismo” del Espíritu Santo que hizo nacer a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Resumiría esta perspectiva así: redescubrir con asombro el don de haber recibido el Evangelio «en nuestras lenguas» (v. 11), como dijo aquella gente. Recordar con gratitud el don de haber sido evangelizados y de haber sido sacados de pueblos que, cada uno en su momento, recibió el Kerigma, el anuncio del misterio de la salvación, y acogiéndolo fueron bautizados en el Espíritu Santo y entraron a formar parte de la Iglesia. La Iglesia Madre, que habla en todas las lenguas, que es una y es católica.

Así, esta Palabra del Libro de los Hechos nos hace pensar que, antes de ser “apóstoles”, antes de ser sacerdotes, obispos, cardenales, somos “partos, medos, elamitas”, etc., etc. Y esto debería reavivar en nosotros el asombro y el agradecimiento por haber recibido la gracia del Evangelio en nuestros respectivos pueblos de origen. Creo que esto es muy importante y no debemos olvidarlo. Porque allí, en la historia de nuestro pueblo, yo diría en la “carne” de nuestro pueblo, el Espíritu Santo ha obrado el prodigio de la comunicación del misterio de Jesucristo muerto y resucitado. Y ha llegado hasta nosotros “en nuestras lenguas”, a través de los labios y los gestos de nuestros abuelos y de nuestros padres, de los catequistas, de los sacerdotes, de los religiosos. Cada uno de nosotros puede recordar voces y rostros concretos. La fe es transmitida “en dialecto”. No se olviden de esto: la fe es transmitida en dialecto, por las madres y las abuelas.

En efecto, somos evangelizadores en la medida que conservamos en el corazón el asombro y la gratitud de haber sido evangelizados; más aún, de ser evangelizados, porque en realidad se trata de un don siempre actual, que requiere ser renovado continuamente en la memoria y en la fe. Evangelizadores evangelizados y no funcionarios

Hermanos y hermanas, queridos cardenales, Pentecostés —como el bautismo de cada uno de nosotros— no es un hecho del pasado, es un acto creativo que Dios renueva continuamente. La Iglesia —y cada uno de sus miembros— vive de este misterio siempre actual. No vive “de rentas”, no, ni mucho menos de un patrimonio arqueológico, por valioso y noble que sea. La Iglesia —y cada bautizado— vive del presente de Dios, por la acción del Espíritu Santo. También el acto que estamos realizando aquí ahora tiene sentido si lo vivimos en esta perspectiva de fe. Y hoy, a la luz de la Palabra, podemos comprender esta realidad: ustedes, neocardenales, han venido de diversas partes del mundo y el mismo Espíritu Santo que fecundó la evangelización de sus pueblos ahora renueva en ustedes su vocación y misión en la Iglesia y para la Iglesia.

De esta reflexión, obtenida de una “sorpresa” fecunda, quisiera extraer sencillamente una consecuencia para ustedes, hermanos cardenales, y para vuestro Colegio. Y quisiera expresarla con una imagen, la de la orquesta. El Colegio Cardenalicio está llamado a asemejarse a una orquesta sinfónica, que representa la sinfonía y la sinodalidad de la Iglesia. Digo también la “sinodalidad” no sólo porque estamos en la vigilia de la primera Asamblea del Sínodo que tiene precisamente este tema, sino porque me parece que la metáfora de la orquesta puede iluminar bien el carácter sinodal de la Iglesia.

Una sinfonía cobra vida de la sabia composición de sonidos de los diferentes instrumentos. Cada uno brinda su aporte, a veces solo, a veces unido a algún otro, a veces con todo el conjunto. La diversidad es necesaria, es indispensable. Pero cada sonido debe contribuir al proyecto común. Y para eso es fundamental la escucha recíproca. Cada músico debe escuchar a los demás. Si uno sólo se escuchase a sí mismo, por más sublime que pudiera ser su sonido, no beneficiará a la sinfonía; y lo mismo sucedería si una sección de la orquesta no escuchase a las otras, sino que sonara como si estuviera sola, como si fuera el todo. Y el director de la orquesta está al servicio de esta especie de milagro que representa cada ejecución de una sinfonía. Él debe escuchar más que todos los demás y al mismo tiempo su tarea es ayudar a cada uno y a toda la orquesta a desarrollar al máximo su fidelidad creativa, fidelidad a la obra que se está ejecutando, pero creativa, capaz de darle un alma a esa partitura, de hacerla sonar en el aquí y ahora de una manera única.

Queridos hermanos y hermanas, nos hace bien reflejarnos en la imagen de la orquesta, para aprender cada vez mejor a ser Iglesia sinfónica y sinodal. La propongo particularmente a ustedes, miembros del Colegio Cardenalicio, en la reconfortante confianza de que tenemos como maestro al Espíritu Santo, —Él es el protagonista—: maestro interior de cada uno y maestro del caminar juntos. Él crea la variedad y la unidad, Él es la misma armonía. San Basilio busca una síntesis cuando dice: “Ipse harmonia est”, Él es la misma armonía. Nos encomendamos a su guía dulce y fuerte, y a la protección solícita de la Virgen María.